Tres mitos sobre la vida después de la muerte
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Hay vida después de la muerte?
¡Claro que sí! Como católicos sabemos que estamos destinados a la vida eterna. La empezamos a vivir al momento de ser concebidos y el modo como vivamos en este mundo determinará a dónde pasaremos la eternidad cuando crucemos el umbral de la muerte.
Es un tema fascinante, que suele despertar mucho interés y que desgraciadamente también suele despertar la imaginación de quienes especulan sobre lo que sucederá en la vida eterna, difunden sus ocurrencias y desorientan a mucha gente.
Por eso vale la pena aclarar 3 mitos sobre lo que sucederá después de morir, mitos que están por decirlo así ‘de moda’, y que los católicos no podemos admitir.
1. Primer mito: que al morir todos vamos al Cielo
Dice un amigo sacerdote que se canonizan más santos en las funerarias que en el Vaticano. Es que cuando alguien muere, se cumple aquello que cantaba Chava Flores:
“Cuando vivía el infeliz, ¡ya que se muera! Hoy que ya está en el velís, ¡qué bueno era!”
En los velorios se suele recordar sólo lo bueno del difunto, y con tal de consolar a sus deudos les dicen: ‘ya está en el Cielo’, ‘llegó a un lugar mejor’, ‘está con Dios’.
Es cierto que ‘está con Dios’, en su juicio particular. La cuestión es si se quedará con Él o a dónde irá. Tiene sólo tres opciones: al Cielo, si murió en amistad con Dios y perfectamente purificado de todo pecado y toda culpa por el pecado; al Purgatorio, si murió en amistad con Dios, pero todavía tenía pecados veniales y culpas que purificar, y al Infierno si murió en pecado mortal, es decir, rota su amistad con Dios y sin arrepentimiento final.
La Iglesia Católica enseña que, a menos que se trate de un santo canonizado, no tenemos la certeza de que alguien esté en el Cielo. Tal vez parecía muy buena gente, pero tenía algo que purificar que nosotros desconocemos. Dejémosle el juicio a Dios y consideremos que nuestros difuntos están en el Purgatorio y que los podemos ayudar a salir con nuestras oraciones, ofreciendo Misas, indulgencias plenarias y sacrificios por ellos. ¡No les hacemos ningún favor suponiendo que están en el Cielo y privándolos de la intercesión que necesitan! Aprovechemos que estamos en el mes de noviembre, dedicado a las benditas almas del Purgatorio, y ayudémosles a salir de allí.
2. Segundo mito: que nuestras almas vivirán sólo si alguien nos recuerda
En la película ‘Coco’, que fue muy vista porque está ingeniosamente realizada, se plantea algo incompatible con la fe católica: que al morir los difuntos se vuelven calacas, conservan sus mismos defectos y cualidades y conviven, buenos y malos, en una especie de ciudad alternativa, de donde vienen por un camino de pétalos de cempasúchil a visitar a sus deudos y a comer y beber lo que les prepararon. Y que los difuntos que nadie recuerda se desintegran y desaparecen. Pintoresco pero falso. El alma es inmortal, no depende de que alguien la recuerde ni necesita alimento o bebida. Estaríamos fritos si nuestra existencia eterna dependiera de que alguien en la tierra pensara en nosotros, pero no es así. Y la vida después de la muerte no es una réplica de ésta en versión calaca, es algo que no podemos siquiera imaginar (ver 1Cor 2,9).
3. Tercer mito: que vamos a reencarnar
Según creencias orientales recientemente puestas de moda por la ‘nueva era’, cuando alguien muere, su alma ‘transmigra’ a otro cuerpo, de animal o persona, para pagar su ‘karma’. Pero como no se acuerda de su supuesta vida pasada, puede volver a cometer los mismos errores y seguir reencarnando en un círculo vicioso del que no saldrá nunca. Sufre sin esperanza. Nadie le ayuda, pues se piensa que se merece lo que le pasa. Es terriblemente injusto.
Como cristianos no creemos que la salvación dependa de nosotros mismos, sería negar y rechazar la salvación que Cristo nos ofrece con Su Muerte y Resurrección.
Y sabemos que vivimos una sola vez y luego viene el juicio (ver Heb 9, 27), es decir, que sólo tenemos una oportunidad en la vida, la actual, y al morir Dios nos juzgará por nuestras obras (ver Rom 2, 6; Mt 16, 27).