George Gänswein besa las manos de Benedicto XVI
Alejandra María Sosa Elízaga*
Qué significativo que besara sus manos. Pudo besar su frente. Pero besó sus manos. Manos ungidas del sacerdote, del obispo, del Papa, manos que bautizaron, que absolvieron, que ungieron, que casaron, y sobre todo, que transformaron el pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo. Manos que saludaron y bendijeron a millones de personas. Manos que se mantenían extendidas y fraternas aún ante aquellos que le daban la espalda. Manos de buen pastor que con su cayado supo conducir gentilmente su rebaño. Manos de sabio, que escribieron, y a lápiz, tantas obras de incalculable valor para la Iglesia, como el Catecismo de la Iglesia Católica, la trilogía de Jesús de Nazaret, y tantas otras. Manos de guía que nos señalaron la Verdad. Manos de amigo de Dios, que en profunda oración se unieron para pedir por tantos, por todos, que hojearon miles de veces el breviario. Manos de enamorado de María que diario pasaban las cuentas del Rosario que rezaban juntos caminando por los jardines vaticanos. Manos humildes que nunca se aferraron al poder. Manos que acariciaban gatos y tocaban piano. Manos frágiles que últimamente se apoyaban mucho y muy confiadamente en él. Manos benditas y arrugaditas como las de un padre anciano y amoroso, que ya no estrechará más, y cuya dolorosa ausencia deja sus propias manos muy vacías, ¿ahora a quién ayudarán?, ¿en qué se ocuparán?
Pidamos a Dios que halle consuelo sabiendo que estas mismas manos lo siguen bendiciendo desde el Cielo, agradecidas por todo lo que hizo por su dueño, que sigue presente a su lado, aunque invisible, intercediendo por él, todavía más que antes, y conduciéndolo de la mano por nuevos senderos.