Paciencia y consuelo
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Se relacionan la paciencia y el consuelo?
A esta pregunta probablemente responderíamos que no.
Solemos considerar que la paciencia consiste en tener que esperar que suceda algo que para nuestro gusto está tardando demasiado tiempo, o tener que soportar una situación o a una persona que nos parece insoportable, y entonces levantamos los ojos al cielo y decimos entre dientes: ‘¡Señor dame pacienciaaaaaa!’
En ese sentido, jamás pensaríamos que la paciencia se relaciona con el consuelo, todo lo contrario, consideramos que el consuelo sería no vernos forzados a tener paciencia, no esperar nada sino que las cosas se nos resuelvan pero ¡ya!
Y sin embargo, en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Rom 15, 4-9), san Pablo menciona juntos la paciencia y el consuelo. Y de lo que dice al respecto podemos descubrir por qué se relacionan.
Dice que las Escrituras nos dan “la paciencia y el consuelo” (Rom 15,4), y que Dios es la “fuente de toda paciencia y consuelo” (Rom 15,5).
Ello nos permite recordar que la paciencia, es uno de los frutos del Espíritu Santo (ver Gal 5, 22), y que el consuelo nos viene de Dios (ver 2Cor 1, 3-4). Significa que ninguno de los dos proviene de nuestras solas míseras fuerzas; que la paciencia no consiste en pensar ‘qué remedio’, y aguardar malhumorados poniendo los ojos en blanco, suspirando ruidosamente o tamborileando los dedos, ni el consuelo consiste en buscar un momentáneo alivio en la evasión que ofrece el alcohol, la droga, las compras, el pasar horas con la mirada en una pantalla...
San Pablo nos revela que una manera de obtener verdadera paciencia y consuelo es a través de la Palabra de Dios, ¿por qué? porque en la lectura atenta de la Biblia nos enteramos de cuánto nos ama Dios; descubrimos que nos tiene en la palma de Su mano; comprobamos que hace hasta lo imposible por nosotros, y aprendemos que en todo interviene para nuestro bien.
Y vamos captando que Sus pensamientos, Sus caminos, Sus tiempos, no son como los nuestros, son mejores, y que aunque parezca que tarda en resolver lo que nos preocupa o que ya se olvidó de nuestro asunto, está pendiente de todo y se encarga de todo siempre y oportunamente, aun de las cosas más pequeñas, de las más ordinarias y cotidianas.
Por ejemplo, te comparto que el otro día tenía mucha prisa pero frente a mí iba un automovilista muy despacio.
Bajábamos por una calle que atraviesa una gran avenida.
Vi a lo lejos que el semáforo se puso en verde y confieso que me impacientó pensar que por ir tan lentos perderíamos el siga, pero me resigné.
En eso, justo antes de que el coche frente a mí atravesara la calzada, un camión cruzó veloz frente a nosotros, sin respetar que él tenía el semáforo en rojo.
¡Fiuf! Si no hubiera sido por ese auto lento frente a mí, en aquella bajada yo hubiera acelerado para cruzar la avenida, aprovechando mi semáforo en verde, y entonces ¡con toda seguridad me hubiera embestido aquel camión!
El Señor quiso enseñarme una lección: aun en lo detalles aparentemente más triviales está la mano de Dios, así que no hay que perder la paz ni la paciencia por nada.
Aquel día vino a mi mente la anécdota del bombero que por ayudar a una viejita a bajar muy despacito de una de las torres gemelas de Nueva York, salvó su vida y la de sus hombres (puedes ver la historia en ‘Sólo Él’, libro electrónico gratuito de Ediciones 72, en este link: bit.ly/19qSlNk en la pag. 96).
Así pues, la paciencia que proviene de Dios y de Su Palabra nos permiten aceptarlo todo sabiendo que Él lo causa o lo permite, por lo cual podemos amoldar nuestra voluntad a la Suya, quedar en paz y experimentar así un verdadero consuelo.
Nos queda de tarea, en esta segunda semana de Adviento tener paciencia en todo y para todos.
Démosles a quienes nos rodean un regalo de Navidad adelantado: no apresurarlos, no hacerlos sentir lentos, no desesperar cuando las cosas no salgan tan rápido como querríamos.
Ejerzamos la verdadera paciencia, la que proviene de Dios, la que nos viene de ponerlo todo en Sus manos, como María, y dejémonos consolar por Su Palabra y Su presencia en nuestra vida.