Lo que no pasó
Alejandra María Sosa Elízaga**
Sabemos lo que sucedió, pero tal vez nunca nos hemos detenido a considerar lo que pudo haber pasado y no pasó.
Me refiero a la multiplicación de los panes y pescados, que se proclama este domingo en Misa, en la versión de san Juan (ver Jn 6, 1-15).
Conocemos los hechos porque se trata del único milagro que aparece narrado en los cuatro Evangelios, así que muy probablemente lo hemos escuchado muchas veces, pero esta vez reflexionemos no sobre lo que ocurrió, sino sobre lo que pudo haber pasado, y no pasó. Por ejemplo:
Cuando Jesús se fue a la otra orilla del mar de Galilea, la gente no se resignó a perderlo de vista, no dijo: ‘bueno, ni modo ya se fue, a ver si alguuuuna vez nos lo volvemos a encontrar’, sino que hizo el esfuerzo de ir a seguirlo a donde Él había ido.
Cuando Jesús subió al monte la multitud no se quedó abajo esperando que bajara, con el pretexto de que estaba cansada, sino decidió que valía la pena subir a donde Él estaba.
Cuando, como popularmente se dice, comenzó a ‘hacer hambre’, la gente no pensó que era más importante irse a comer, sino se quedó con Jesús.
A Andrés, el hermano de Simón Pedro, no le pasó desapercibido que alguien traía algo que, aunque parecía poco, podía ser para bien si lo ponía en manos del Señor.
A Andrés no se le ocurrió impedir que uno que no pertenecía a los Doce fuera quien aportara lo que hacía falta.
El muchacho dueño de los cinco panes y los dos pescados no los había escondido para comérselos con sus familiares y amigos.
No se puso a repartirlos él solo confiado en que sus míseros recursos bastaban para alimentar a todos.
Tampoco se fue al otro extremo: no se desanimó pensando que eso que traía era tan poquito que sería ridículo mostrarlo; no le dio pena que se fueran a reír de él por ofrecer algo tan insuficiente.
Cuando le pidieron sus panes y peces no se rehusó diciendo: ‘esto lo traje yo para mí y para mi familia, ustedes háganle como puedan, ¿quién les manda no traer itacate?’.
Cuando entregó los panes y peces no se quedó un ‘guardadito’. Ofreció poco, pero era todo lo que tenía.
No buscó que se lo agradecieran, ni cobrarlo ni darlo a cambio de pedir algún favor.
No se aseguró de que se supiera de quién habían sido los panes y pescados (nunca supimos su nombre).
No se saltó la mediación de Andrés, yéndose directamente con Jesús.
Cuando Andrés tuvo en su poder los panes y peces no se le ocurrió despedir a la gente para poder sentarse con los otros discípulos, a comer solos con Jesús.
No decidió por sí mismo qué hacer, sino supo ponerlo todo en manos del Señor.
Cuando Jesús pidió que la gente se sentara sobre la hierba en aquel sitio despoblado, aquélla no dijo: ‘qué sentarnos ni qué nada, mejor vámonos al pueblo más cercano a comprar algo que comer porque aquí nos va a oscurecer en ayunas’, sino que aceptó la propuesta del Maestro, aunque no parecía lógica ni entraba en los estrechos esquemas de lo que se suele considerar razonable o incluso posible.
Cuando Jesús pidió a los discípulos que recogieran y pusieran en canastos los pedazos que sobraron, nadie le dijo: ‘¿para qué?, si ¡hay mucho!’.
Lo que sobró no se desperdició (seguramente se compartió, ¿te imaginas? qué alegría para quienes pudieron decir al enfermito o ancianito que tenían en casa: ‘¡mira, te traje un pedazo de pan de los que multiplicó Jesús!’).
La gente no logró llevarse a Jesús para proclamarlo rey; querían tener un soberano que los curara si enfermaban y los alimentara si tenían hambre, pero Él se les fue a la montaña, y ya no pudieron o no intentaron seguirlo.
Considerar todo lo que no sucedió no es un simple ejercicio de imaginación. Es una invitación a reflexionar: si hubiéramos sido nosotros los que hubiéramos estado allí, ¿qué papel hubiéramos jugado?, ¿cómo hubiéramos reaccionado?, ¿también hubiera no pasado lo que no pasó?
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