Fracaso aparente
Alejandra María Sosa Elízaga**
Cuando alguien se esfuerza al máximo para lograr algo y no obtiene el resultado que esperaba, suele sentirse fracasado.
El estudiante que en toda la noche no duerme, estudiando para un examen, y sale reprobado.
El ama de casa que se pasa el día entero cocinando un delicioso platillo que al final se le quema.
El profesionista que dedica semanas a desarrollar un proyecto y no se lo aprueban. Los candidatos que se desgastan meses y meses en campañas agotadoras y no obtienen el triunfo.
Los deportistas que pasan años de privaciones y duros entrenamientos y no consiguen la anhelada medalla.
Y ya puede un maestro alabar al estudiante por su esfuerzo, si éste no aprobó, nada le compensará no haber pasado de grado.
Puede su familia felicitar a mamá porque el guisado se veía y olía rico antes de chamuscarse, ella se quedará frustrada porque no lo pudieron saborear.
Puede su jefe asegurarle al profesionista que le gustó mucho su proyecto, si no lo van a realizar, se quedará lamentando haber trabajado en vano.
Pueden sus equipos y seguidores alentar a los candidatos perdedores asegurándoles que millones de gentes los quieren y apoyan, si no obtuvieron el triunfo no pueden dejar de sentir que perdieron el tiempo, no sólo la contienda.
Y pueden los deportistas recibir aplausos del público y porras de su entrenador, si no lograron subir al podio del vencedor regresarán a su país cabizbajos sintiendo que los tacharán de “perdedores”, y no creerán que “lo que importa no es ganar sino competir”.
Es que para el mundo lo que cuenta es el resultado, que se vea, que luzca lo que se hizo, que se gane lo que se esperaba, que se alcance la meta propuesta.
Lo bueno es que los criterios del mundo no son los criterios de Dios.
El mundo aprecia sólo lo cosechado, Dios valora lo que se sembró.
El mundo mira sólo lo externo, Dios penetra el interior.
El mundo califica las acciones, Dios toma en cuenta las intenciones.
Quien trabaja para obtener éxitos en el mundo se encamina derechito a la frustración, a ser injustamente tildado de fracasado si no obtiene lo que se propuso lograr.
En cambio quien trabaja para Dios nunca puede fracasar. Nada de lo que haga se perderá, nada será demasiado insignificante, no habrá ningún esfuerzo por ínfimo que sea, por desapercibido que les haya pasado a quienes estaban a su alrededor, que le pase inadvertido a Aquel que todo lo ve y todo lo conoce.
Dios es el Único capaz de apreciar y valorar no sólo lo que hacemos sino lo que quisimos hacer y no pudimos; no sólo lo que dijimos, sino hasta lo que hubiéramos querido decir.
A Él nada de lo nuestro se le oculta ni le resulta indiferente, y mientras el mundo está siempre dispuesto a saltarnos a la yugular y criticarnos, juzgarnos y condenarnos por cualquier cosa, Dios en cambio nos contempla desde Su misericordia, con infinita benevolencia. Y no le importa que a los ojos de otros podamos fallar, para Él nuestro esfuerzo es ya un logro; considera que triunfamos cada vez que de veras intentamos cumplir Su voluntad.
Reflexionaba en esto al leer la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ez 2, 2-5).
En ella Dios dice al profeta Ezequiel: “Yo te envío...a un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra Mí. Ellos y sus padres me han traicionado hasta el día de hoy. También sus hijos son testarudos y obstinados. A ellos te envío para que les comuniques Mis palabras. Y ellos, te escuchen o no, porque son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos”. (Ez 2, 3-5).
Tenemos aquí un caso que puede parecernos inaudito: Dios envía a un hombre y no le dice: “como vas de Mi parte y Yo soy Todopoderoso, voy a hacer que te atiendan, todo te va a salir bien, tu misión será un éxito y multitudes saldrán a las plazas a escucharte boquiabiertas”.
No. Nada de eso. Le advierte que, aunque va de Su parte, se va a topar con gente muy difícil, como quien dice que lo más probable es que no le harán el menor caso. Uno se pregunta: “¿por qué lo envía entonces, si de antemano ya le está anunciando que muy posiblemente su misión terminará en fracaso?” A raíz de lo que se reflexionaba antes, cabe responder: Lo envía porque para Dios no hay fracasos.
En primer lugar Él nunca da por perdido a nadie ni se desanima anticipadamente; considera que es probable que no escuchen a Su enviado, pero no pierde la esperanza de que sí lo hagan.
En segundo lugar, Dios sabe que la semilla que manda sembrar, Su Palabra, es semilla siempre fértil, siempre buena, que tarde o temprano fructificará (ver Is 55, 10-11). Y así, donde el mundo ve hoy sólo un pedazo de tierra seca, Dios ya visualiza el vergel que brotará mañana; donde el mundo mira que hoy sólo hay desierto, Dios alcanza a oír el murmullo de los ríos que por allí correrán (ver Is 43, 18-20).
Dios anunció a Ezequiel lo que le esperaba, no para desanimarlo sino todo lo contrario, para impedir que se sintiera fracasado si nadie lo escuchaba. Quiso darle la certeza de que lo que le tocaba era ir de parte Suya, con eso debía bastarle, de lo demás, de lo que resultara luego, ya se encargaría Él.
Es una invitación a no descalificar con criterios humanos, lo que es de Dios.
Ahí tenemos también el caso de san Pablo, que en la Segunda Lectura dominical (ver 2Cor 12, 7-10) confiesa que padece de algo que lo hace sufrir y sentirse humillado, y que le ha pedido a Dios que se lo quite pero Dios le ha respondido “Te basta Mi gracia, porque Mi poder se manifiesta en la debilidad” (2Cor 12, 9).
Qué extraordinario, no sólo que este súper apóstol se atreva a confesar que tiene una humillante debilidad, sino que Dios le dio a entender que no debía considerarla una vergüenza, pues se estaba sirviendo de ella para manifestarle Su gracia y Su fuerza.
¡Qué maravilla que Dios pueda darle la vuelta a todo y convertir en triunfos nuestros fracasos!
Por eso no hay nada mejor que hacerlo todo por Él y para Él: lo grande y lo pequeño; lo cotidiano y lo excepcional.
Quien trabaja para Dios, que no consiste en otra cosa que en vivir esforzándose por cumplir en todo Su voluntad, puede descansar en la seguridad de que sin importar cuál sea el aparente resultado, jamás se sentirá ni será un fracasado.
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