Y tú, ¿qué esperas?
Alejandra María Sosa Elízaga* *
‘En este mundo no hay nada seguro más que la muerte y los impuestos’, decía Benjamín Franklin.
Lo de los impuestos es discutible, pero de que nos vamos a morir no hay duda.
Lo curioso es que a pesar de que es un asunto que no tiene vuelta de hoja procuramos por todos los medios retrasarlo, olvidarlo y aún negarlo.
Una paciente le pregunta a su médico: '¿dígame la verdad, doctor, ¿me voy a morir?' y él: 'no, no se preocupe'; en lugar de responderle, 'pues sí, pero no nada más usted, ¡todos!'
Ese asunto de morirse nos resulta muy incómodo.
No nos gusta mencionarlo.
Si un familiar enfermo o anciano empieza a decir: 'cuando yo me muera...' de inmediato se le pide que no dramatice, que no diga eso.
Y también suele suceder con lamentable frecuencia que quienes rodean a un enfermo en situación terminal le oculten la gravedad de su condición, dizque para que no 'sufra' o no 'se asuste', privándolo de la oportunidad de prepararse, despedirse, arreglar sus asuntos materiales y, sobre todo, espirituales.
Se considera de 'mal gusto' hablar de testamentos y que alguien comente cómo le gustaría su funeral. Despierta sospechas; ¿qué ya se querrá morir?
Quienes acuden a un velorio van de luto, a nadie se le ocurre vestirse de colores (daría la impresión de que o es insensible o está feliz de haberse desecho del difunto: 'aquí yaces y haces bien, tú descansas, yo también').
No se acostumbra celebrar la muerte sino lamentarla...
Y es que mucha gente considera que la muerte es como un repentino bajón del telón a media obra, un final abrupto, inesperado, que llega demasiado pronto.
Dice el profeta: “Como un tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama” (Is 38,12).
Cuando alguien se muere o cuando nos enfrentamos a la inminencia de nuestra propia muerte, nos descontrolamos como si hubiera sucedido algo impensable o imposible.
¡Nos vamos emberrenchinados pataleando todo el camino hasta el panteón!
Qué extraño que no se nos enseñe a prepararnos debidamente para un acontecimiento que vamos a tener que enfrentar tarde o temprano.
¿A qué se debe esto? Sin duda a que nos hemos dejado influir por la mentalidad de los que no tienen fe.
Dice el texto del libro de la Sabiduría que se proclama como Primera Lectura este 2 de noviembre:
"Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros una completa destrucción." (Sb 3,1-3).
El autor llama 'insensatos' a los que piensan que quien se murió cayó en una especie de agujero negro y se perdió en la nada, dejó de ser, de existir.
El otro día en un velorio una mamá le explicaba a su niñito: 'ahora tu abuelito vive aquí -y le tocó el pecho- mientras te acuerdes de él seguirá vivo en tu corazón'.
Hay gente convencida de que quienes mueren sólo viven en el recuerdo de sus deudos (¿y si éstos pierden la memoria, qué?), pero eso no es lo que enseña la Iglesia ni lo que creemos los católicos.
Dice San Pablo: “No queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús. Os decimos esto como Palabra del Señor” (1Tes 4,13-15a).
Aquí el apóstol da al clavo cuando dice que quienes se entristecen ante la muerte son los que no tienen esperanza.
Es esta virtud la que marca toda la diferencia en este asunto.
Pero veamos, ¿qué es la esperanza?
Junto con la fe y la caridad, es una de las tres virtudes teologales (llamadas así porque vienen de Dios y nos conducen hacia Dios).
El Catecismo de la Iglesia Católica dice que por la esperanza "aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo." (CEC 1817).
Ello significa que cuando se tiene esperanza, se tiene la certeza de que la muerte no es un final sino un principio; se le abre una puerta al muro contra el que se estrella la vida en este mundo y se vislumbra otro infinitamente mejor.
La esperanza nos hace levantar los ojos de nuestra realidad tangible y chata, y ponerlos en una realidad superior, no simplemente como un 'buen deseo' (la esperanza sin fe carece de sustento), sino porque confiamos en la veracidad de Aquel que nos la prometió.
Dice San Pablo que si solamente tuviéramos puesta nuestra esperanza en esta vida seríamos los más infelices, pero no es así porque tenemos puesta nuestra esperanza en que como Cristo resucitó, resucitaremos también nosotros (ver 1Cor 15, 19-22).
Pregúntate, ¿qué esperas?, ¿en qué tienes puesta tu esperanza? ¿Sólo en lo de este mundo? (esperas vivir mucho, tener mucho dinero, etc.) entonces la muerte, ajena o propia, será siempre para ti motivo de angustia.
La única esperanza que puede sostenerte, librarte de todo temor y nunca defraudarte es la esperanza en Dios.
Ante la pregunta sobre qué esperas con relación a la muerte, sólo existe una respuesta que puede darte la paz: "espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén."
*Tomado del libro electrónico ‘Sólo Él’, de Alejandra M. Sosa E, de Ediciones 72, disponible gratuitamente AQUÍ