Y la muerte, una ganancia
Alejandra María Sosa Elízaga*
El otro día en una reunión, alguien comentó: ‘se murió fulano, pobre’. Y otra persona, que por cierto padecía cáncer en fase terminal, preguntó: ‘¿por qué ‘pobre’?
Se hizo un silencio y cada uno de los que estábamos ahí pensamos que, efectivamente, no hay razón para compadecer a quien se muere, cuando se muere en la gracia de Dios.
Platicamos al respecto y concluimos que ese tipo de expresiones muestran fuerte influencia de una mentalidad atea muy generalizada que ve la muerte como un final rotundo, un corte sin esperanza, un hoyo negro al que se entra para nunca más salir. Desde el punto de vista de quien no tiene fe, el que muere es como un niño al que su papá fue a sacar demasiado pronto de la fiesta, pero el creyente cristiano considera que quien muere, si muere en gracia de Dios, más bien ¡entra a la fiesta!, aunque sea antes de lo que esperaba, y aunque tenga que pasar un tiempito purificándose en el Purgatorio. Ya va camino al Cielo, y eso no debería ser motivo de pena sino de alegría.
Pensemos en los jóvenes que esperan afuera de una fiesta el momento de entrar. No se les ocurre compadecer a los que van entrando ('pobres, ya van a poder empezar a bailar desde ahorita...'). Los que hacen fila para entrar a un espectáculo no sienten la menor lástima por los que entran primero, al contrario, envidian que obtendrán los mejores lugares.
Pues bien, morir es entrar a algo infinitamente mejor que lo mejor que pudiéramos imaginar en este mundo. Es hora de dejar de creer que a los que mueren se les acaba la diversión e ingresan a las filas de esos 'tocadores de arpa celestiales' que flotan entre nubes y angelitos, según los suelen pintar en algunas ilustraciones (¡qué aburrición!, ¿quién querría pasar la eternidad tocando el arpa?). La muerte no es eso, no es el fin del gozo ni el principio del tedio, ¡todo lo contrario!
Para los primeros cristianos la muerte era considerada el verdadero nacimiento de una persona, el momento feliz en que salía de este mundo -con toda su carga de sufrimientos y dificultades- y comenzaba a disfrutar la vida eterna en compañía de Dios. Por eso se conmemora a los santos el día de su muerte, no de su cumpleaños.
En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en la tercera Misa del día, dice san Pablo: "Hermanos, no queremos que ignoren lo que pasa con los difuntos, para que no vivan tristes como los que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, de la misma manera debemos creer que, a los que murieron en Jesús, Dios los llevará con Él, y así estaremos siempre con el Señor. Consuélense, pues, unos a otros, con estas palabras...." (1Tes 4,13-15a.18).
El saber que nuestros difuntos queridos ya están gozando del mayor bien que puede existir, hace muy llevadera su ausencia; es como si alguien a quien quieres mucho se ganara de premio un viaje fabuloso a un lugar al que siempre había tenido ilusión de ir, sin duda lo extrañarías mientras estuviera fuera, pero te consolaría imaginarlo feliz, viviendo fascinado esa experiencia que tanto anhelaba.
Y la gran diferencia aquí es que ese viajero probablemente no estaría en permanente comunicación contigo, pero con tu querido difunto puedes mantener una comunicación espiritual constante a través del Señor: él intercede por ti y tú puedes seguir orando por él. Es la 'comunión de los santos', que nos hace sentir que la muerte no es ausencia, sino diferencia de presencia: unos viven en el Cielo (invisibles para nosotros), otros vivimos en la tierra, todos unidos en el Señor.
Cabe aclarar que esta comunicación es a través del Señor: pretender 'saltarlo' y entrar 'en contacto' con un difunto a través de una 'medium' o mediante el uso de una 'ouija' es considerado por la Iglesia un grave pecado, porque el que responde ese llamado no es el difuntito, sino el chamuco, y no es juego abrirle la puerta al maligno: pues ¡siempre acepta la invitación a entrar!
Por último es necesario comentar que aunque la muerte es, como dice san Pablo, “una ganancia” (Flp 1,21), no nos toca a nosotros adelantar el momento de recibirla, y también, que no hay muertes demasiado tardías o demasiado tempranas: toda muerte llega en el momento preciso en el que el Señor considera que alguien ya debe ser llamado a Su presencia, para ser examinado en el amor.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga: “Vida desde la fe”, Col. ‘Fe y Vida’, vol. 1, Ediciones 72, México, p. 44, disponible en Amazon).

y los envió por delante...