La decisión de Felipe
Alejandra María Sosa Elízaga*
Un hombre armado con tremenda pistola entró en una parroquia justo cuando el padre iba saliendo de la sacristía para celebrar Misa. Mostrando su arma, se plantó frente a la asamblea y gritó: ‘¡a ver, %&#*, ¡¡que pasen aquí al frente los que estén dispuestos a morir por Cristo!!’
Por un instante, la gente se quedó paralizada de miedo. Pero en eso alguien se adelantó, y luego alguien más, y así, poco a poco, varias mujeres y algunos hombres avanzaron al frente, mientras el resto de los asistentes aprovecharon para salir despavoridos.
Cuando sólo estaban los que se atrevieron a quedarse, el hombre guardó su pistolota y dijo al sacerdote: ‘ahora sí, padre, ya se largaron los hipócritas, ya puede comenzar la Misa’.
Quien nos contó esa anécdota en un retiro, nos preguntó cómo hubiéramos reaccionado si hubiéramos estado allí, y nadie supo qué responder, porque se dice fácil: ‘yo hubiera sido de los que pasaron al frente’, pero a la mera hora, quién sabe, puede ganarle el miedo.
Le sucedió a san Pedro, que en la Última Cena aseguró estar dispuesto a morir por su Señor; cuando Jesús fue aprehendido, lo siguió de lejos, y cuando le preguntaron si lo conocía, lo negó, no una, sino ¡tres veces!
Y es que animarse a dar la vida, implica vencer el arraigado instinto básico de conservación. Se necesita estar muy convencido, tener una muy poderosa razón.
Recordaba esto al leer la biografía de san Felipe de Jesús, primer santo mexicano, al que la Iglesia celebra este 5 de febrero.
Había vivido en Manila, Filipinas, donde entró al seminario, y venía a México, con la ilusión de recibir la ordenación sacerdotal rodeado de sus seres queridos y ejercerla en su patria, pero el barco naufragó, y él y sus compañeros fueron a dar a Japón. Se quedaron ahí unas semanas, contentos de poder ayudar a los misioneros que vivían allí. Pero había una feroz persecución religiosa, y el gobierno ordenó la detención y ejecución de todos los misioneros.
Por ser náufragos que iban, como quien dice, de paso, Felipe y sus compañeros de barco podían escapar esa condena y embarcarse de nuevo hacia México. Eso hicieron sus compañeros, pero Felipe tomó la decisión de quedarse y padecer el martirio junto con los residentes misioneros.
Podía haberse librado, pensar: ‘¡de la que me salvé!’, decir: ‘¡ahí se ven!’ y apresurarse a venir, como estaba originalmente planeado. Hacía mucho tiempo que no veía a su familia y amigos, y anhelaba con toda el alma ser ordenado presbítero.
Tenía apenas veinticuatro años, la vida entera por delante para realizar su labor pastoral y hacer mucho bien.
Contaba no con pretextos, sino con justificaciones válidas para regresarse, pero eligió quedarse.
Su decisión le acarreó que le cortaran la oreja, lo pasearan por las calles para recibir burlas, y finalmente lo crucificaran y atravesaran con dos lanzas.
Algunos tal vez consideren que se equivocó, que cometió una tontería, una locura, que desperdició su juventud, que cometió un error al no elegir vivir para poner sus dones al servicio del Señor.
¿Por qué lo hizo?, ¿cuál fue su poderosa razón?, ¿qué lo movió a decidir quedarse y sufrir, pudiéndolo evadir?
La respuesta la dio él mismo, en una carta que, con el alma muy serena, escribió a sus papás la noche antes de morir: “la verdadera vida, por la que vale la pena vivir, es la vida eterna”.