¡No desechen la piedra!
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Por qué hicieron semejante cosa?, ¿por ignorancia?, ¿por descuido?, ¿porque no supieron apreciarla?, ¿porque creían que hacían bien?, ¿porque no pensaban que la necesitaban?, ¿porque se tropezaron con ella y, enojados, la arrojaron lejos?, ¿porque se las trajo alguien que les caía ‘gordo’?, ¿porque no les importaba que sin ella todo se les cayera encima? ¿Qué pudo hacerlos cometer un error tan garrafal? ¿Fue sin querer o a propósito? Son cuestionamientos que vale la pena considerar, porque eso que les sucedió a otros, puede estar sucediéndonos ¡a nosotros!
¿A qué me refiero? A lo que dice el Salmo que se proclama este domingo en Misa: “La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular.” (Sal 118, 22).
¿Qué significa esto y qué relevancia tiene hoy para nosotros? Para averiguarlo analicemos por partes esa afirmación.
Lo primero que se nos dice es que unos constructores desecharon una piedra. Eso no tendría nada de particular, todos los días vemos por las calles camiones que transportan montones de cascajo y escombros, entonces ¿qué importa una piedra más o una piedra menos? Sí importa y ¡mucho! Porque a continuación se nos dice que esa piedra desechada, resultó la ‘piedra angular’.
Aquí tal vez alguno se pregunte: ¿que es eso de ‘piedra angular’?, ¿una piedra que tiene muchos ángulos?, ¿una piedra que se coloca inclinada en cierto ángulo?, ¿una piedra del color de las angulas? Nada de eso. Ese término se refería a una piedra que por lo general tenía estas tres características: era la primera piedra grande que se colocaba en donde se levantaría una edificación; servía de cimiento, y a partir de ella se levantaban las paredes, por lo cual quedaba en una esquina o ángulo de la construcción. Como se ve, era una piedra fundamental (en el amplio sentido de la palabra).
Sabiendo esto, alguien puede preguntarse: ¿y a mí qué?, ¿qué me importa que unos constructores que ni conozco, hayan desechado esa piedra? A lo que cabe responder: es que esos constructores nos representan a nosotros, que día a día vamos construyendo nuestra propia vida y la de otros, nuestra propia historia y la de los demás, y esta piedra representa infinitamente más: es imagen de Cristo. Nos lo hace saber san Pedro en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 4, 8-12). En un discurso destinado a quienes crucificaron a Jesús, afirmó: “Jesús es la piedra que ustedes, los constructores, han desechado y que ahora es la piedra angular. Ningún otro puede salvarnos, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 11-12).
Consta en tres Evangelios (lo cual es clara prueba de la importancia de ello), que el propio Jesús se refirió a Sí mismo como piedra angular (ver Mt 21,42; Mc 12,10; Lc 20,17). También el apóstol san Pablo lo consideró así al afirmar en su carta a los Efesios, que Cristo es la piedra angular “en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor” (Ef 2, 21).
Una vez establecida la importancia de la piedra angular (que representa a Cristo), y sabiendo que los constructores nos representan a nosotros, podemos ahora retomar las interrogantes planteadas al inicio y preguntarnos, ¿existe alguna razón que justifique que desechemos la piedra angular, es decir, que pretendamos edificar nuestra vida sin Cristo? Consideremos, uno por uno, los posibles motivos que antes se mencionaban.
Por ignorancia. Muchos constructores desechan la piedra porque desconocen que está ahí. Mucha gente vive sin Cristo porque no lo conoce y nadie le ha hablado de Él. De ahí el compromiso que tenemos los creyentes de evangelizar, de compartir incansablemente nuestra fe con quienes nos rodean.
Por descuido. Puede suceder que haya tanto material en la zona de la construcción, que la piedra angular se vaya quedando arrinconada, perdida entre tanta cosa. Le sucede a muchos que son creyentes, pero tienen tantas cosas que reclaman su interés, que se van olvidando de su vida de fe, la van arrinconando, ya no oran, no leen la Palabra, nunca se confiesan, no van a Misa, no comulgan. Sin saber cómo, sin sentirlo, van dejando a Cristo fuera de sus vidas.
Porque no supieron apreciarla. Puede ser que entre todas las piedras que hay en una construcción, no se sepa cuál es la mejor. También sucede en la vida de fe. A través de los medios de comunicación nos llegan toda clase de propuestas dizque ‘espirituales’, por lo que es fácil irse ‘con la finta’ y no saber distinguir cuál de todas es la verdaderamente buena; es fácil pensar que todo es igual, que da lo mismo creer en una cosa que en otra. Quien no conoce su fe católica, no la valora, y termina abandonándola.
Porque creen que hacen bien. Puede haber un albañil ‘acomedido’ que pensando hacer un favor se pone a ‘escombrar’ la obra, a limpiarla de todo lo que según él ‘estorba’, y sin darse cuenta desecha lo más importante. Lo mismo sucede con la fe. Puede haber alguien que cree que vivirá mejor sin Dios, sin religión, sin tener que ir a la Iglesia o cumplir con ciertas normas o preceptos. Se ‘limpió’ de todo eso, sin ver que se deshizo de aquello que iba a darle verdadera estructura y solidez a su persona.
Porque no piensan que la necesiten. Tal vez alguien acostumbrado a hacer paredes de adobe o de ladrillo piense que igual puede hacer una casa, nada más encimando los ladrillos sin cimientos ni castillos. Pero a la hora de un sismo, de un huracán, de un tornado, aquello se derrumba y queda en nada. Lo mismo sucede con quien piensa que toda su vida ha vivido muy a gusto y no necesita a Dios y así puede seguir. Cuando le toque enfrentar la muerte de un ser querido, o una enfermedad grave o una crisis económica, no tendrá la estructura interior que lo sostenga y se vendrá abajo.
Porque se tropezaron con ella y, enojados, la arrojaron lejos. El que se tropieza con una piedra, tal vez la patea lejos, para quitarla de su camino y para desahogar el coraje que le dio tropezarse. Y hay quien reacciona así también en su vida espiritual. Cuando se topa con algún dogma de la Iglesia o con alguna enseñanza de Jesús que le incomoda, se tropieza con ella, se enoja, la arroja lejos. Se priva de la oportunidad de hacer de aquella piedra un escalón que le permita subir, crecer, ser mejor.
Porque se las trajo alguien que les cae gordo. Si alguien que le cae mal al constructor le enviara una piedra pidiéndole que la usara como cimiento, probablemente, por los prejuicios de éste, no haría caso y la desperdiciaría miserablemente. Lo mismo sucede con relación a la fe: Hay quien por sus desacuerdos con ciertos miembros de la Iglesia o por prejuicios o por la razón que sea, rechaza de entrada y sin averiguar, absolutamente todo lo que proviene de la Iglesia. Y al hacerlo, rechaza a Dios. Se priva de recibir Su perdón, de escuchar Su Palabra, de participar en Su banquete, de recibir a manos llenas los dones y bendiciones con que el Señor podría colmarle si sólo se animara a entrar a recibirlos.
Porque no les importa que sin ella todo se les caiga encima. Puede haber un constructor inescrupuloso al que no le importe que lo que edificó se le caiga a otros encima, pero ninguno querría quedar atrapado en los escombros de su propia casa. En la vida espiritual no cabe mirar con indiferencia una amenaza de derrumbe, sea de un alma ajena o de la propia. Y para impedirlo no basta tener buen material, es preciso cimentarlo bien.
Podría seguir y seguir la lista de las posibles razones que algún constructor despistado pudiera tener para desechar la piedra angular, pero bastan éstas para que quede claro que ninguna lo justifica realmente y que en todos los casos se pierde lo más por lo menos. ¿Por qué? Porque somos piedras vivas, llamadas a afianzar nuestro edificio espiritual en la piedra angular que es Cristo (ver 1 Pe 2, 4-8). Sólo si estamos cimentados y arraigados en el Señor podremos mantenernos de pie, porque conoceremos y experimentaremos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad de Su amor (ver Ef 3, 17-19).
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