Manos arriba
Alejandra María Sosa Elízaga*

¿Se le bajaron las pilas a Moisés? ¡Quién lo hubiera imaginado! Sorprende lo que narra la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ex 17, 8-13): que Moisés, el gran libertador de Israel, sube a lo alto de un monte para desde ahí apoyar a su pueblo en una batalla, y no como quien ve los toros desde la barrera, sino que realmente hace algo efectivo, pues cuando él mantiene las manos en alto, los israelitas ganan.
Lo malo es que Moisés se cansa y los suyos comienzan a perder la pelea.
Sorprende esta debilidad en alguien que se enfrentó a Faraón y sacó a su pueblo de la esclavitud; que extendió su brazo y dividió las aguas del Mar Rojo; que condujo a su gente por el desierto hacia la tierra prometida; que hablaba cara a cara con Dios.
Uno esperaría que alguien que recibió semejante poder también recibiría una fuerza sobrenatural para mantener las manos en alto sin cansarse, pero no. A Moisés se le cansan los brazos como a cualquiera, pero a diferencia de lo que sucede con cualquiera -que nomás los baja y no pasa nada- cuando a él se le cansan los brazos ¡los suyos pierden la batalla!
Es urgente hacer algo para impedirle rendirse a la fatiga y mantenerle los brazos arriba para asegurar la victoria. Al hermano de Moisés y a otro hombre se les ocurre una idea genial: sientan a Moisés en una piedra, se paran a su lado y cada uno le sostiene una mano en alto. Así el pueblo de Israel derrota a sus enemigos.
Esta curiosa escena se presta para hacer una reflexión sobre algo que quizá no acostumbramos considerar: cuando Dios le da un don a alguien, ese alguien no se vuelve superhombre o supermujer, sigue teniendo debilidades y necesidades como todos, y muchas veces el cumplir con lo que Dios le ha encomendado le puede resultar muy cansado o desalentador, y puede tener la tentación de tirar la toalla (el equivalente a bajar los brazos) y abandonar la lucha, y afectar a muchos que dependían de él o de ella.
A nuestro lado tenemos infinidad de personas que han recibido un don especial, una vocación especial, y la ejercen con todo el ánimo y buena voluntad de que son capaces, y sin esperar nada a cambio, lo cual es encomiable y así debe ser. Pero a veces las dificultades que enfrentan y la fatiga de perseverar pueden ir desgastando su resistencia y sus deseos de seguir adelante. Necesitan de nosotros para no desfallecer. Nos toca ingeniárnoslas para sostener sus manos en alto y no permitir que se den por vencidos.
No cometamos el error de creer que como tienen un don especial o hacen lo que hacen sin buscar reconocimiento o recompensa, entonces no necesitan apoyo. No es así. A todos anima recibir palabras de aliento, una palmada en el hombro, aunque no la esperen ni la soliciten. Consideremos algunos ejemplos:
Los maestros.
Pasan los días educando alumnos a los que nunca vuelven a ver. No comprobar el alcance de sus enseñanzas puede ser desalentador, ¿qué tal si visitas o le escribes a alguna maestra o maestro de quien aprendiste algo que ha sido de gran importancia en tu vida, se lo informas y agradeces? ¿Te imaginas su cara cuando lea tus palabras de reconocimiento y gratitud? Te aseguro que ese escrito merecerá un diez...
Los sacerdotes.
La gente les exige que la Misa empiece a tiempo, que la homilía sea buena y corta, que estén dispuestos a ir a ver a algún enfermo a cualquier hora del día o de la noche, pero quizá no todos se los agradecen. Si las palabras, la ayuda o el ejemplo de un sacerdote ha tenido un efecto especial en tu vida, ¿qué tal si se lo haces saber, le escribes una nota y le dices lo que significó para ti esa homilía, ese consejo, aquello que hizo por ti?
Los doctores y enfermeras.
Muchos pacientes que sanan dan por hecho que así debía ser pues el médico cumplió su trabajo y recibió su paga. Pero, qué tal si te tomas la pequeña molestia de regresar a dar las gracias porque tú o un ser querido han podido reintegrarse a su vida debido a un buen tratamiento, a una exitosa operación? Y lo mismo aplica para una buena enfermera: qué positivo para ella saber que alguien aprecia su dedicación, su cuidado, su buen modo.
Los voluntarios.
Catequistas, maestros parroquiales, MESACs, miembros de diversos movimientos eclesiales que dedican tiempo y esfuerzo, sin cobrar ni un centavo, a difundir la fe, a preparar niños, jóvenes o adultos, a dar diversos servicios indispensables en nuestra iglesia, y muchas veces sienten que lo que hacen no cuenta o no vale la pena y tienen la tentación de abandonar su ministerio. Cómo los reanimaría recibir una nota de aliento de la mamá de aquel niñito al que prepararon para la Primera Comunión, de ese adolescente al que ayudaron a disponerse a recibir la Confirmación, de aquel enfermito a quien le llevaron la Eucaristía, de ese padre al que siempre ayudan. Unas cuantas líneas valorando su esfuerzo puede ayudarlos a seguir en el camino con renovado brío.
Las personas cercanas
Conocidas o desconocidas, que hacen muchas cosas por nosotros que quizá damos por sentado y ya no apreciamos ni agradecemos: un servicio o trabajo honesto, puntual, bien realizado; labores domésticas; pequeños o grandes favores; la ofrenda de su presencia amorosa y solidaria.
Hoy alguien que conoces quizá está a punto de dejarse vencer por el cansancio cotidiano, ¿le ayudarás a mantener en alto el ánimo, para seguir en la lucha cotidiana, ejerciendo la vocación especial que Dios le ha dado?
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga "Vida desde la Fe", Col. 'Fe y vida', vol 1, Ediciones 72, México, p. 210, disponible en Amazon)