¿Obligación o gratitud?
Alejandra María Sosa Elízaga*

Una amiga me contó que sus vecinos tenían un hijo de cinco años que era notablemente educado. Pedía las cosas por favor, respondía a lo que le preguntaba diciendo: ‘sí, señora’, ‘no señora’. Eran buenos amigos suyos, convivían con frecuencia, y siempre le llamaba la atención la cortesía con la que la trataba el pequeñito.
Un día sus amigos le pidieron que lo cuidara pues tenían que salir de urgencia. Aceptó gustosa. Dice que pasó la tarde muy divertida, aunque le parecía que el chamaquito estaba tan preocupado por cumplir las recomendaciones que seguramente sus papás le habían dado acerca de portarse bien, que no parecía poder relajarse lo suficiente como para disfrutar los juegos que ella le fue prestando. Sin embargo sí notó que hubo uno que le encantó, así que cuando llegó el momento de despedirse decidió regalárselo. Entonces sucedió algo inesperado. El niño, ya con su chamarrita puesta y el juego bajo el brazo, se había despedido cortésmente y ya bajaba los escalones de la mano de su mamá, cuando en eso al llegar abajo y voltearse a decir adiós, de pronto subió corriendo, le dio un gran abrazo y le dijo: ‘¡gracias, te quiero mucho!’ Fue algo completamente espontáneo, ‘fuera de programa’, el chamaquito hizo y dijo lo que en ese instante le salió del corazón, y ella platicaba que ese gesto la fascinó, porque le permitió darse cuenta de que el chiquito no lo decía sólo por ‘compromiso’, sino que realmente había estado contento, lo cual la puso feliz a ella también.
Recordaba esto al leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 17, 11-19) que un día en que Jesús iba de camino, le salieron al encuentro diez leprosos que le pidieron que tuviera compasión de ellos. Él les dijo que fueran a presentarse a los sacerdotes (ya que por ley eran éstos los que dictaminaban si alguien tenía o no lepra), y mientras iban, quedaron sanos. Entonces uno de ellos regresó alabando a Dios y se postró agradecido a los pies de Jesús, quien se extrañó de que sólo uno de los diez hubiera vuelto a dar gracias.
¿Por qué no volvieron los otros nueve? Si les hubieran preguntado, probablemente hubieran dicho que porque estaban obedeciendo lo que Jesús les pidió. Y hubiera sido verdad, pero también hubiera sido cierto que les había sobrado ‘cumplimiento’ y les había faltado ‘corazón’. ¿Por qué? Porque se les concedió un milagro espectacular (no olvidemos que en ese tiempo los leprosos eran considerados ‘muertos en vida’, incurables que tenían que vivir lejos de todos), y en lugar de dejarse sacudir, emocionar, regocijar por ello y actuar en consecuencia, se limitaron a seguir al pie de la letra lo que se les solicitó. Jesús les pidió que fueran a ver a los sacerdotes y fueron. Punto. Y tal vez si los diez hubieran procedido así, su actitud nos hubiera parecido normal, lógica. Ah, pero ése que volvió metió el desorden. Nos hizo ver que no podemos quedarnos tan tranquilos pensando que con cumplir ‘ya la hicimos’, sino que podemos -y debemos- dar más, dejar que lo que nos mueva en nuestra relación con Dios no sea sólo el frío deber, sino la cálida gratitud. Y así, por ejemplo, al llegar a Misa no entrar en actitud de ‘sólo vengo porque me obliga un precepto’, sino agradecer al Padre, Anfitrión que te recibe en Su casa; al Hijo, que te tiene siempre apartado un huequito para sentarte junto a Él en la mesa, darte Su abrazo, Su Palabra, y ¡a Sí mismo!, agradecer al Espíritu Santo que te permitió llegar, a María, que te acoge en la casa de su Hijo. Escuchar las Lecturas no con forzada cortesía, sino con gratitud hacia Dios porque se digna dirigirte la Palabra. Si recibes la Sagrada Comunión, que no sea como por obligación o rutina, sino con profunda gratitud porque el Señor, Autor de cielo y tierra, viene a ti sin que te lo merezcas. Y así, proceder en todo.
¿Qué sentido tiene ser agradecidos con Dios? Por lo pronto, alegrarlo, como alegró aquel chiquillo a esa señora al expresarle con un abrazo que valoraba todo lo que había hecho por él. Nuestra gratitud hacia Dios nos permite hacerle saber de alguna manera, aunque sea limitada, que no damos por sentado ni nos pasan desapercibidos los milagros que hace continuamente por nosotros, sino que los valoramos, pero, sobre todo, que más que todos los dones que recibimos del Dador, amamos al Dador de todos los dones.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “La mirada de Dios”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 145, disponible en Amazon).