Carta Encíclica “Ecclesia De Eucharistia”
Resumida y comentada por Alejandra María Sosa Elízaga*
Juan Pablo II es sin duda un hombre muy carismático que atrae multitudes dondequiera que va. Es el ser humano que ha sido visto por más millones de personas “en vivo” en todo el mundo.
Cuando vino a México fuimos testigos de cómo miles de fieles estaban dispuestos a aguardar toda la noche de pie en un camellón, con tal de asegurar un buen sitio para verlo pasar durante unos segundos, en su recorrido del día siguiente.
Es el más visto, pero él mismo se queja de que no es el más “escuchado”. Y con esto no se refiere a ser “oído” sino realmente escuchado, es decir, atendido, obedecido. Y lamentablemente se podría añadir que así como no es el más escuchado, tampoco es el más leído. Juan Pablo II ha escrito miles y miles de páginas a lo largo de sus veinticinco años de pontificado.
Alguien comentaba que algún día este Papa sería conocido como San Juan Pablo II, doctor de la Iglesia (título que se otorga como reconocimiento a algún santo o santa cuya sabiduría y escritos han sido de mucha ayuda para que los miembros de la Iglesia comprendan y profundicen su vida de fe).
Escribe y escribe el Papa, esperando que su mensaje llegue a todos los fieles, pero la mayor parte de éstos se conforma con enterarse a través de algún periódico o programa de tv de que “el Papa sacó otro documento”, pero ni se le ocurre leerlo...
¿A qué se debe esto?
Probablemente a que los documentos que vienen del Vaticano no suelen ser “lectura fácil”, porque emplean palabras en latín o que no vienen en un diccionario común.
Por eso, y como un servicio a nuestros lectores, DESDE LA FE publicará en partes, a partir de este número, resumida, explicada y comentada, la CARTA ENCÍCLICA “ECCLESIA DE EUCHARISTÍA” que Juan Pablo II dirige “a los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos” (lo cual te incluye a ti) para que puedas disfrutarla, aprovecharla y comentarla con tu familia y comunidad.
Comencemos por explicar algunas cosas:
- ¿Qué es una Carta Encíclica?
- ¿Qué significa “Ecclesia De Eucharistia”?
- ¿Qué es "Ecclesia”?
- ¿Qué es “Eucaristía”?
Es un escrito que el Papa dirige a los fieles, para explicar o aclarar algo en relación a algún tema de doctrina, es decir, a lo que se refiere a la fe y al modo de vivirla.
Los documentos del Papa son redactados en latín, y su título se toma de las primeras palabras que lo forman. Esta carta comienza diciendo que la “Iglesia, de Eucaristía vive”, y en latín, las tres primeras palabras de esto corresponden a: “Ecclesia de Eucharistia...
Iglesia, es decir, asamblea, reunión de fieles convocados por Dios.
La palabra viene del griego y significa “acción de gracias”.
En la Última Cena, Jesús tomó el pan y el vino, dio gracias, lo bendijo y lo pasó a Sus discípulos.
De ahí que al Cuerpo y Sangre de Cristo se le llama “Eucaristía”.
También se llama “Eucaristía” a la celebración donde se consagra la Eucaristía, es decir, a la Misa.
Una vez aclarado lo anterior, comencemos la lectura de esta carta extraordinaria que nos escribió Juan Pablo II, con toda la sabiduría acumulada en cincuenta años de sacerdocio y veinticinco como Papa, deseoso de compartirnos y contagiarnos su profundo amor por la Eucaristía.
Introducción*
*La carta está dividida en seis capítulos, además de una introducción y una conclusión, y como se acostumbra en este tipo de cartas, al inicio de cada uno de los temas que se tocan en cada sección aparece un número, que sirve como referencia para poder encontrar rápidamente esa parte cuando se hojea el documento.
Se incluirá aquí ese número al inicio de cada tema que se comente.
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El Papa comienza esta carta afirmando que “la Iglesia vive de la Eucaristía”.
¿A qué se refiere?
A que el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo es, como dice el Concilio Vaticano II, “fuente y cima de toda la vida cristiana”, porque contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, que es Cristo mismo, Aquel que prometió: “con una intensidad única”.
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El Papa nos comparte la gran emoción que sintió durante el Gran Jubileo del año 2000, pues tuvo la oportunidad de celebrar la Eucaristía en el lugar donde, según la tradición, se realizó la Última Cena; recuerda conmovido las palabras que pronunció Jesús al instituir ese Santísimo Sacramento (ver Mt 26, 26; Lc 22, 19-20; Mc 14,24; 1Co 11, 24-25) y expresa su gratitud al Señor Jesús por haberle permitido cumplir en aquel mismo lugar, su mandato: “haced esto en conmemoración mía” (Lc 22,19).
Dice que probablemente los apóstoles no comprendieron esas palabras de Cristo, que seguramente las comprendieron hasta después del “Triduum sacrum” es decir: “triduo sacro”, que así se le llama a los tres (por eso lo de “triduo”) días santos (por eso lo de “sacro”) que van de la tarde del Jueves Santo a la mañana del Domingo de Pascua.
Añade que en estos días coinciden tanto el “mysterium paschale” como el “mysterium eucharisticum”.
¿Qué quiere decir esto?
Empecemos por definir qué es eso de “mysterium”. Se traduce como “misterio”.
Lo malo es que la palabrita nos suena a “novela de misterio”, de suspenso, incluso de terror. Pero no se entiende así en la Iglesia.
Por misterio” se entiende una realidad divina que no podemos abarcar o comprender con nuestra limitada inteligencia. En el caso que menciona el Papa, el “mysterium paschale”, lo de “paschale” se traduce como“pascual”, es decir, relativo a la Pascua.
Y ¿qué significa “Pascua”?
Paso, el paso de la muerte a la vida, el paso de la muerte a la Resurrección.
Retomando lo que dice el Papa, vemos que relaciona el “misterio pascual” con el “misterio eucarístico”, es decir, la Pascua y la Eucaristía: dos realidades extraordinarias que no alcanzamos a abarcar con nuestra mente: la Resurrección de Jesús y la presencia real del Resucitado en las especies del Pan y el Vino consagrados, es decir, en su Cuerpo y su Sangre.
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Afirma el Papa que “del misterio pascual nace la Iglesia”, es decir, que la Iglesia surge a partir de la Pascua, después de la Resurrección (el Resucitado lanza a sus discípulos a ir por todo el mundo a anunciar la Buena Nueva y les envía al Espíritu Santo que los capacita para esa misión).
Dice el Papa que “la Eucaristía es el sacramento (sacramento: signo sensible, palpable) del misterio pascual”, es decir, que la Eucaristía es Cuerpo y Sangre de Aquel que venció a la muerte, que dio el paso (Pascua) de la muerte a la vida.
Hace notar que desde el inicio de la Iglesia, los fieles “Acudían a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2,42).
Dice el Papa que después de dos mil años, la Iglesia sigue dirigiendo los ojos del alma “a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la Última Cena y después de ella”; comenta la ruta que seguramente siguió Jesús al ir hacia el Huerto y comparte algo que sin duda observó emocionado al estar en aquel sitio: que hay árboles de olivo muy antiguos que tal vez fueron testigos de aquella tarde, cuando Cristo sudó sangre (ver Lc 22,44), y que ahí comenzó a ser derramada la sangre que sería instrumento para nuestra redención.
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Hace notar el Papa que aunque Jesús es sometido a una prueba terrible, no huye ante lo que llama “su hora”, pues está consciente de que para esta “hora” ha venido (ver Jn 12,27), y que aunque en Getsemaní Jesús desea estar acompañado, se queda solo porque los discípulos se duermen (ver Mt 26,40-41); que la agonía en el Huerto prepara la agonía del Viernes.
El Papa comenta nos hace ver cómo la Iglesia contempla la cruz tanto el Viernes Santo, cuando canta: “Mirad el árbol el árbol de la cruz en que estuvo clavado Cristo, el Salvador del mundo”, como cuando en la Pascua anuncia gozosa que resucitó Aquel que por nosotros colgó del madero.
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Cuando el sacerdote anuncia “¡Este es el misterio de nuestra fe!” (recordemos que por “misterio” se entiende una realidad divina que no podemos abarcar o entender del todo, que nos supera), los presentes responden: “¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”
Dice el Papa que estas palabras se refieren tanto al “misterio” de la Pasión de Cristo (su “paso” de la muerte a la vida) como al “misterio” de la Iglesia, pues fue en la Última Cena cuando se instituyó la Eucaristía, ese don que Jesús dio a la Iglesia para que actualizara (hiciera presente) el misterio pascual, a lo largo de los siglos.
Eso significa que cuando un sacerdote celebra la Eucaristía, sucede algo extraordinario: desaparecen los límites del tiempo y del espacio, y el celebrante y su comunidad participan realmente del momento único en que el Señor nos dejó su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena.
Dice el Papa que este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud porque el don, el regalo de la gracia salvadora de la Pascua y de la Eucaristía alcanza para toda la historia.
El Papa nos invita a no perder nunca la capacidad de asombrarnos ante este regalo extraordinario, y pide que en especial el ministro que celebra la Misa sea consciente de que cuando pronuncia las palabras de la consagración, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en la Última Cena y quiso que fueran repetidas de generación en generación.
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Nos revela el Papa que escribió esta carta porque quiere despertar en nosotros este asombro por la Eucaristía, como parte de la herencia que ha querido dejar a la Iglesia con motivo del Gran Jubileo que se celebró al inicio del Tercer Milenio, herencia de la que forman parte la Carta apostólica Novo millennio ineunte (sobre la Iglesia en el nuevo milenio) y Rosarium Virginis Mariae (sobre el Rosario y sus nuevos “misterios de luz”, o “misterios luminosos”).
Dice que lo que propone para este milenio es contemplar a Cristo con María, y aclara lo que entiende por “contemplar”: saber reconocer a Cristo dondequiera... y sobre todo, en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, del cual afirma que la Iglesia se alimenta y es iluminada, y revive lo que les pasó a los discípulos de Emaús (ver Lc 24,31).
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Nos confiesa Juan Pablo II que desde que es Papa, cada Jueves Santo, día de la Eucaristía y del Sacerdocio, escribe una carta a todos los sacerdotes del mundo, y que en este año que cumple 25 al frente de la Iglesia, quiere dedicarle a toda ella su reflexión, para dar gracias a Dios por el don y el misterio de la Eucaristía y el Sacerdocio, e invitarnos a todos a darnos cuenta de que la Eucaristía es central para la Iglesia pues de este “pan vivo” se alimenta.
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Nos comparte el Papa, viajero infatigable, la riqueza de lo que ha vivido, y como a familiares que se reúnen en torno al baúl recién abierto de quien ha vuelto a casa luego de visitar sitios lejanos, nos muestra sus recuerdos y nos cuenta, con cierta nostalgia, que cuando mira hacia atrás su vida de sacerdote, de obispo y luego de Papa, se le vienen a la mente muchísimos momentos y lugares en los que ha tenido la gracia de celebrar la Eucaristía, desde su primera parroquia hasta la basílica de San Pedro.
Nos cuenta que lo mismo ha celebrado en capillas situadas en la montaña, que a orillas de lagos o del mar; en altares antiquísimos o recién construidos en estadios y plazas de todo el mundo, y que todo eso lo ha hecho sentir muy intensamente que la Eucaristía es universal, más aún, que tiene un sentido cósmico, porque aunque se celebre sobre un pequeño altar de una iglesia en el campo, se celebra sobre el altar del mundo, une el cielo y la tierra; abarca toda la creación.
Dice el Papa que el misterio de fe que se realiza en la Eucaristía es que el mundo, nacido de las manos de Dios creador, retorna a Él redimido por Cristo.
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Afirma el Papa que la Eucaristía es lo más precioso que la Iglesia puede tener y por eso siempre se le ha prestado una atención muy especial en los Concilios (reuniones o asambleas de obispos) a lo largo de los siglos.
Pone por ejemplo los Decretos sobre la Santísima Eucaristía promulgados en el Concilio de Trento y dice que aún hoy impulsan el crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y el amor a la Eucaristía.
Menciona también tres Encíclicas (documento en forma de carta que el Papa dirige a los obispos y a todos los fieles): una de León XIII (escrita en 1902), otra de Pío XII (escrita en 1947) y una de su antecesor, Pablo VI, (escrita en 1965).
También comenta que aunque el Concilio Vaticano II no publicó un documento sobre la Eucaristía, comentó diversos aspectos en todos los documentos, en especial en “Lumen gentium” y en “Sacrosanctum Concilium”.
Dice el Papa que sobre la Eucaristía, él mismo publicó, al inicio de su papado, la “Carta apostólica Dominicae Cenae”, y que ahora quiere volver sobre este tema, con el corazón todavía más lleno de emoción y gratitud, haciendo suyas las palabras del Salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal 116, 12-13).
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Se regocija el Papa de que en muchos lugares, la adoración del Santísimo Sacramento tenga todos los días una importancia destacada, y dice que esto es fuente inagotable de santidad y que participar en toda muestra de fe y amor a la Eucaristía es una gracia de Dios que llena de gozo el corazón.
También lamenta que junto a estas luces, haya sombras, es decir, sitios donde hay un abandono casi total del culto de adoración a la Eucaristía, así como abusos que afectan la fe y distorsionan lo que la doctrina católica enseña acerca de este Sacramento.
Observa el Papa que a veces no se comprende lo que significa la Eucaristía y se la toma como si no tuviera otro significado que el de la convivencia fraterna; que como consecuencia de esto no se le ve sentido al sacerdote como sucesor de los apóstoles, y el sentido sacramental de la Eucaristía (es decir, signo sensible del amor y la presencia real de Cristo en medio de su Iglesia) se pierde.
En particular menciona el Papa que existen ciertas prácticas ecuménicas (es decir, que reúnen a personas de diversas denominaciones religiosas), que aunque tienen buena intención, son contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe.
El Papa se muestra muy dolido por ello y afirma que la Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones, y termina diciendo que espera que esta Carta ayude a quitar las sombras de todas las doctrinas y prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga resplandeciendo.
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En uno de sus más bellas reflexiones, el Papa nos recuerda que la Eucaristía nació la noche en que fue entregado el Señor Jesús (ver 1Cor 11, 23), y cuando aquélla se celebra, no sólo se “recuerda” la muerte del Señor, sin que se la hace presente.
Dice el Papa que el sacrificio de la Cruz se perpetúa por los siglos y por eso cuando el sacerdote proclama este “misterio de nuestra fe”, el pueblo responde: “Anunciamos tu muerte...”
Dice Juan Pablo II que la Eucaristía es el mejor regalo, porque en ella no nos da Cristo un don entre muchos, sino el don de sí mismo, de su persona, un don de salvación que no pertenece al pasado, sino que domina todos los tiempos porque participa de la eternidad divina.
Comenta el Papa que la Eucaristía es un “memorial” de la muerte y resurrección del Señor.
¿Qué se entiende por “memorial”?
Un acontecimiento único, que rebasa los límites del tiempo y del espacio, y se actualiza, es decir, se hace actual, como si sucediera en el momento mismo en que es celebrado, permitiendo a los seres humanos de toda época y de todo lugar, participar del acontecimiento lo mismo que los que estuvieron ahí cuando sucedió por primera vez.
Se podría decir que al celebrar el “memorial” de la muerte y resurrección del Señor, en la Eucaristía, participamos de ese único acontecimiento, como si hubiéramos estado presentes.
En ese sentido, cabe comentar que algunos hermanos separados tienen la idea equivocada de que los católicos creemos que Cristo muere una y otra vez en cada Eucaristía, que lo “sacrificamos” una y otra vez.
¡Desde luego que no es así! Los católicos sabemos y creemos que Cristo murió una sola vez, y resucitó una sola vez y para siempre, pero sabemos y creemos también que, para que todos los fieles en todo el mundo y en cualquier época, pudiéramos participar por igual de esta extraordinario acontecimiento que nos trajo la salvación ( y no hubiera creyentes que se sintieran “discriminados porque “no les tocó estar ahí y ser contemporáneos de Jesús”),el Señor nos dejó un medio extraordinario: este “memorial”, para que cada vez que participemos de la Eucaristía, podamos tomar parte en el único acontecimiento de su muerte y resurrección, obteniendo frutos inagotablemente.
Afirma el Papa que esta fe ha sostenido a lo largo de los siglos a todas las generaciones cristianas, y que es algo sobre lo que ha insistido, con alegría y gratitud, el Magisterio de la Iglesia (lo de “Magisterio de la Iglesia” se refiere a que la Iglesia es “Maestra”, y el Papa, en comunión con todos los obispos, busca sin cesar modos de enseñar a los fieles cómo se entienden e interpretan correctamente las verdades de la fe, la Sagrada Escritura, etc.).
El Papa expresa sus ganas de contagiarnos la emoción y la gratitud que siente ante este don maravilloso que es la Eucaristía, y con notable humildad y cariño dice que se pone junto con nosotros, sus queridos hermanos y hermanas, en adoración ante este Misterio (recordemos que por “Misterio” se entiende una realidad divina que nos supera, que no logramos abarcar), y lo llama Misterio de misericordia (“misericordia” significa “poner el corazón en la miseria del otro, es decir, amar al otro en su pequeñez, con sus defectos, con sus pecados, tal como nos ama Jesús").
Pregunta conmovido Juan Pablo II: ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? y concluye que en la Eucaristía nos muestra, verdaderamente, “un amor “hasta el extremo” (Jn 13,1), un amor que no conoce medida”...
El Papa ha dicho que en la Eucaristía Jesús nos muestra un amor ilimitado.
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Ahora explica que ese amor, esa caridad (recordemos que la palabra “caridad” significa amor llevado a la práctica, amor que “aterriza” en acciones) es universal y se expresa en las palabras que Jesús usó en la Última Cena, pues no se limitó a decir: “Éste es mi cuerpo” o “mi sangre”, sino que añadió: “entregado por vosotros”...” derramada por vosotros” (Lc 22,19-20), dando así a entender el sacrificio que cumpliría luego en la cruz para salvación de todos.
Insiste el Papa en que la Iglesia entra en contacto con este sacrificio no sólo a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente.
Hace notar Juan Pablo II que la Eucaristía permite a los seres humanos de hoy recibir la reconciliación que Cristo obtuvo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos.
Eso significa que cada vez que participas de la Eucaristía, participas del “memorial” del sacrificio de Cristo que nos trajo la salvación.
(Recordemos que el “memorial” es un acontecimiento del pasado, que rompe los límites del tiempo y se hace actual, es decir, nos permite celebrarlo como si estuviéramos presentes en esa primera ocasión en que sucedió).
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Explica el Papa que cuando se dice que la Eucaristía es un sacrificio, esto no sólo se refiere a que Cristo se ofrece como alimento espiritual, sino al don de su amor y su obediencia al Padre hasta el extremo de dar la vida (ver Jn 10, 17-18; Flp 2,8) en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (ver Mt 26, 28), y también a que Cristo ha querido hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, que está llamada a ofrecerse a sí misma, unida al sacrificio de Cristo.
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Hace notar el Papa que el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección (misterio: realidad divina que no podemos abarcar, comprender).
Por eso después de la consagración decimos: “Proclamamos tu resurrección”.
El resucitado se hace “Pan Vivo” (Jn 6,51) en la Eucaristía.
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Juan Pablo II aclara que el hecho de que en la Misa se realice el memorial del sacrificio y resurrección de Cristo, implica una presencia muy especial de Cristo.
Los católicos nos referimos a ella como la “presencia real de Cristo en la Eucaristía”, y aclara el Papa, citando las palabras de su antecesor, Paulo VI, que por “real” no se entiende que las otras presencias de Cristo no sean reales (por ejemplo en su Palabra, o en la comunidad eclesial) sino que lo de “real” significa que es “sustancial” y que por ella se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro.
Y recuerda este dogma de fe proclamado en el Concilio de Trento: “Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre”, y añade que verdaderamente la Eucaristía es un misterio de fe que sólo puede ser acogido en la fe.
Recuerda lo que decía san Cirilo de Jerusalén: “No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa”.
Cabe añadir aquí, aunque esto no lo menciona el Papa, que hay que aprender a tener “mirada estereofónica”: al mirar la Eucaristía, no atorarse en lo que se ve con los ojos del cuerpo, sino usar los del alma y descubrir la presencia real del Señor.
Como una chiquilla a la que un sacerdote examinó para ver si estaba lista para su Primera Comunión. El padre le señaló el Cristo crucificado que pendía sobre el altar, luego el Sagrario y le preguntó qué diferencia había entre uno y otro.
La niña respondió: Que en el crucifijo lo veo, pero Él no está ahí, y en la Hostia no lo veo, pero Él sí está ahí...
Cita el Papa otra frase de Paulo VI: "Toda explicación teológica que intente entender este misterio, debe mantener, de acuerdo con la fe católica, que después de la consagración, el pan y el vino han dejado de existir, y delante de nosotros están realmente el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús."
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Dice el Papa que cuando comulgamos el cuerpo y la sangre del Señor participamos de la salvación que nos trajo su sacrificio en la cruz.
Que la Eucaristía nos une con Cristo: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros.
Recuerda que Jesús dijo: “el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57); comenta cómo los que oyeron esto por primera vez quedaron asombrados, y que Jesús les dijo: “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53) e insiste el Papa en que no se trata de algo dicho en sentido figurado ni una “manera de hablar”, pues Jesús dejó muy claro: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55).
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Juan Pablo II hace notar que Cristo nos comunica su Espíritu cuando comulgamos su cuerpo y su sangre.
Comenta que la Iglesia pide este don divino: “manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones” y pone como ejemplo que en el Misal Romano aparece esta súplica: “Que fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.
Dice el Papa que el don del Espíritu que recibimos en el Bautismo y en la Confirmación, crece en nosotros con el don del cuerpo y la sangre del Señor.
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El Santo Padre explica que la celebración de la Eucaristía tiene proyección escatológica (proyección: que ve hacia adelante; escatológica: lo que se refiere al final de los tiempos), y por eso en una de las aclamaciones que se dicen luego de la consagración, le decimos al Señor que anunciamos su muerte: “hasta que vuelvas” (ver 1Cor 11,26), pues la Eucaristía se celebra “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”.
Dice que quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra... pues la Eucaristía es garantía de la resurrección corporal al final del mundo; que Jesús dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54); que el cuerpo que comulgamos es el cuerpo glorioso del resucitado y por ello san Ignacio de Antioquía lo llamó antídoto contra la muerte.
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Dice el Papa que vale la pena poner atención en que mientras celebramos la Eucaristía nos unimos a la Iglesia celestial, y por eso recordamos siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, a los ángeles, a los apóstoles, a los mártires y a todos los santos.
Con su alma de poeta comenta que la Eucaristía es un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra, un rayo de gloria de la Jerusalén del cielo, que penetra en las nubes de nuestra historia y alumbra nuestro camino.
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Comenta Juan Pablo II que la Eucaristía pone una semilla de esperanza en nuestras labores de cada día, pues aunque fijamos la vista en el cielo nuevo y la tierra nueva, eso no nos hace desentendernos de este mundo, sino más bien aumenta nuestro sentido de responsabilidad sobre nuestro deber en esta tierra: construir un mundo de acuerdo al plan de Dios.
Expresa su preocupación por los muchos problemas que enfrentamos en nuestro tiempo: trabajar por la paz, la justicia, la solidaridad, la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su término natural.
Dice que es en este mundo donde tiene que brillar la esperanza cristiana y que por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, con la promesa de que la humanidad puede ser renovada mediante su amor.
Hace notar el Papa que donde los Evangelios sinópticos (es decir: el de San Marcos, el de San Mateo y el de San Lucas) cuentan cómo Jesús instituyó la Eucaristía, San Juan en cambio ilustra el sentido de la Eucaristía y cuenta cómo el Señor, maestro de comunión y servicio, lava los pies a sus discípulos, (ver Jn 13,1-20).
Concluye el Papa este primer capítulo afirmando que tomar parte en la Eucaristía implica, pues, un compromiso: cambiar la propia vida, para que toda ella sea “eucarística”: entregada a los otros y dedicada a cambiar el mundo según el Evangelio.
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Juan Pablo II recuerda cómo en el Concilio Vaticano II se dijo que la Iglesia crece en el mundo por el poder de Dios, y este crecimiento realiza cuando se celebra la Eucaristía, a través de la cual los creyentes forman un sólo cuerpo en Cristo (ver 1Cor 10,17).
Menciona que fueron los Doce Apóstoles quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena, y por ello fueron la semilla del nuevo pueblo de Dios.
Que de un modo misterioso, Cristo los unió al sacrificio en el Calvario y también a la alianza que Dios estableció con Moisés en el monte Sinaí, y los hizo entrar en comunión sacramental con Él, y por eso desde entonces hasta el fin de los tiempos la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios que se entregó por nosotros.
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Nos recuerda el Papa que desde nuestro Bautismo estamos incorporados a Cristo, y esto se renueva y se fortalece continuamente cuando participamos del Sacrificio Eucarístico y en especial cuando comulgamos.
"Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros... Estrecha su amistad con nosotros" (ver Jn 15,14), nos da vida: “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57).
En la comunión se hace realidad lo que Cristo pide: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).
Dice su Santidad que cuando se une a Cristo en vez de encerrarse en sí mismo, el pueblo de Dios se vuelve signo e instrumento de salvación, luz del mundo, sal de la tierra; que la Iglesia recibe la fuerza que necesita para cumplir su misión cuando comulga el cuerpo y la sangre de Cristo.
Afirma el Papa que la Eucaristía "es fuente y... cumbre de toda la evangelización porque su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo, y en Él, con el Padre y el Espíritu Santo".
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Hace notar Juan Pablo II que la comunión eucarística fortalece la unidad de la Iglesia como cuerpo de Cristo, y menciona las palabras de san Juan Crisóstomo respecto a que así como el pan está compuesto de muchos granos de trigo que no se ven y forman un solo pan, así también estamos unidos unos a otros y todos con Cristo, y cuando comulgamos el cuerpo de Cristo nos transformamos en cuerpo de Cristo. Un solo cuerpo.
Nos recuerda que la acción conjunta de Jesucristo y del Espíritu Santo que originó y sostiene la Iglesia, continúa en la Eucaristía, y como ejemplo de ello menciona cómo en la Misa se ruega a Dios Padre que envíe al Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para santificación de todos los que participan de ellos.
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Afirma el Papa que al recibir la comunión eucarística, nuestro corazón ve totalmente colmado su anhelo de unirse a los hermanos, y que compartir la mesa de la Eucaristía nos permite experimentar una fraternidad que está muy por encima de una simple convivencia humana.
Que el cuerpo de Cristo es una verdadera “fuerza generadora de unidad”, en contraste con la desunión que la gente vive cada día en el mundo a causa del pecado.
Al construir la Iglesia, la Eucaristía crea comunidad entre los hombres.
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Pone mucho énfasis el Papa en hacernos ver que darle culto a la Eucaristía tiene un valor extraordinario en la vida de la Iglesia, y pide que los pastores animen, en especial, la exposición del Santísimo Sacramento.
Con su alma de poeta nos dice que estar con Jesús Sacramentado es como reclinarse sobre su pecho, como el discípulo amado (ver Jn 13,25) y sentir el amor infinito de su corazón.
Pregunta: “¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?” y nos comparte el secreto de su notable fortaleza: “¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!”.
Insiste en que es una práctica alabada y recomendada por la Iglesia y cita las palabras de San Alfonso María de Ligorio: “entre todas las devociones, la de adorar a Jesús Sacramentado es, después de los Sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros”.
Juan Pablo II la define como tesoro inestimable, que nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia; nos hace capaces de contemplar el rostro de Cristo, y prolonga y multiplica los frutos de la comunión con el Señor.
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Comentando sobre lo que ha afirmado antes, acerca de que la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, el Papa hace notar que lo que se dice de una se puede decir de otra, y así como en el Credo confesamos que la Iglesia es: “una, santa, católica y apostólica”, lo mismo podemos afirmar sobre la Eucaristía, y que en este capítulo desea comentar lo de “apostólica”.
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Juan Pablo II cita el Catecismo de la Iglesia Católica, que "al explicar cómo la Iglesia es apostólica, o sea basada en los Apóstoles" le encuentra tres significados; el Papa menciona estos tres significados y los relaciona con la Eucaristía:
El primero: que la Iglesia fue y sigue siendo edificada sobre los apóstoles, testigos escogidos y enviados por Cristo.Hace notar el Papa que también la Eucaristía fue confiada a los Apóstoles y sigue siendo celebrada a lo largo de los siglos en continuidad con el mandato que aquéllos recibieron del Señor.
El segundo: que la Iglesia guarda y enseña, con ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, las palabras oídas a los apóstoles.
Nos muestra el Papa que también la Eucaristía se celebra de acuerdo a la fe de los apóstoles, y que a lo largo de los siglos la Iglesia ha tenido mucho cuidado en que nada altere esta fe.
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El tercero: que la Iglesia es apostólica porque sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles a través de sus sucesores: los presbíteros (es decir los sacerdotes) y obispos junto con el Papa, sucesor -en línea ininterrumpida- de Pedro, y Sumo Pastor de la Iglesia.
Hace ver el Papa que la Eucaristía tiene también este sentido apostólico porque sólo puede presidirla un sacerdote válidamente ordenado, que “realiza como representante de Cristo, el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo”.
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Aclara el Papa esta última frase y dice que lo de “representante” significa que el sacerdote actúa “in persona Chsriti” y eso significa que más que “en nombre” de Cristo o “en vez” de Cristo, se entiende que hay una identificación especial del sacerdote con Cristo, sumo y eterno Sacerdote, aunque, hace notar el Papa, es Cristo el que realiza su propio sacrificio y no puede ser sustituido por nadie.
Él da a los sacerdotes un don que va mucho más allá de lo que la asamblea por sí misma hubiera podido conseguir, y es que cuando celebran la Eucaristía, se une la consagración al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena.
Insiste Juan Pablo II en que para que esto ocurra es indispensable que el que preside la Eucaristía sea un sacerdote ordenado; que la asamblea no puede darse por sí sola al ministro, sino que es el Obispo quien lo ordena sacerdote, (mediante el llamado “Sacramento del Orden Sacerdotal”), “otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía”.
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Se alegra el Papa y da gracias a la Santísima Trinidad porque en las últimas décadas ha habido un diálogo provechoso respecto al ministerio sacerdotal en relación con la Eucaristía, con comunidades eclesiales que surgieron en Occidente desde el siglo XVI en adelante y que están separadas de la Iglesia Católica.
Sin embargo, hace notar que aunque ha habido un acercamiento con estas comunidades, hay que reconocer que no están en unidad plena con nosotros, nos separan diferencias en relación al Bautismo y a la Eucaristía, y por eso sugiere que respetemos las convicciones religiosas de estos hermanos separados, pero no participemos en la comunión que distribuyen en sus celebraciones, porque esto sería apoyar sus ideas ambiguas acerca de la Eucaristía, faltar a nuestro deber de dar siempre testimonio claro de la verdad, y retrasar el camino hacia la unidad.
También advierte que no se debe pensar en reemplazar la santa Misa dominical con celebraciones de la Palabra o encuentros de oración entre hermanos de diversas comunidades eclesiales separadas, pues por buenos que dichos encuentros puedan ser para promover la comunión entre todos los creyentes, (cuando son llevados a cabo en momentos adecuados), nunca podrán sustituir a la Comunión Eucarística.
Hace notar el Papa que el hecho de que sólo los obispos y presbíteros (es decir, los sacerdotes ordenados) puedan consagrar la Eucaristía no significa que los demás fieles sean menos, pues el estar en comunión con el único cuerpo de Cristo que es la Iglesia, es un don que nos beneficia a todos.
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Dice Juan Pablo II que si la Eucaristía es el centro y la cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es para el sacerdote, y por eso “con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor” afirma que la Eucaristía es la principal razón de ser del sacerdocio, Sacramento que nació en la Última Cena cuando el Señor nos dejó la Eucaristía.
Comenta el Papa que los presbíteros tienen muchas actividades y esto los pone en gran peligro de “dispersión” (es decir, de distraerse con tantas tareas que pierda de vista lo que es importante), y por ello menciona que el Concilio Vaticano II plantea que la caridad pastoral (caridad: amor que se expresa en acciones; pastoral: a favor de las ovejas, de los fieles) es lo que puede dar unidad y sentido a la vida de un presbítero, y ésta caridad tiene su mejor expresión en la celebración de la Eucaristía.
Ésta debe ser el centro, la raíz de la vida de un presbítero. Su Santidad hace suya esta recomendación del Concilio: que los presbíteros celebren todos los días la Eucaristía, aunque no puedan estar presentes los fieles.
En ella encontrarán la fuerza para sobreponerse a la dispersión, y la energía para enfrentar sus quehaceres y hacer de cada día una jornada “verdaderamente eucarística”.
Nos hace ver el Papa la importancia que tiene la Eucaristía en la promoción de vocaciones sacerdotales, en primer lugar porque en ella se ora por las vocaciones en unión con la oración de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, y también porque un sacerdote que celebra la Eucaristía con todo cuidado y amor e invita a los fieles a participar en ella con verdadera conciencia, es un ejemplo de caridad pastoral que anima a los jóvenes a responder con generosidad a la llamada de Dios y puede sembrar en su corazón la semilla de una vocación al sacerdocio.
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Juan Pablo II califica de “doloroso y fuera de lo normal” que existan comunidades cristianas que, a pesar de ser tan numerosas que podrían formar una parroquia, no tengan un sacerdote que las guíe.
Dice que la parroquia es una comunidad de bautizados que se reúne sobre todo para celebrar la Eucaristía, para lo cual es indispensable contar con la presencia de un presbítero, pero cuando la comunidad no tiene sacerdote, se pueden continuar las celebraciones dominicales presididas por religiosos y laicos que "animan la oración de sus hermanos y hermanos"... aunque "dichas soluciones han de ser consideradas únicamente provisionales, mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote."
Advierte que como estas celebraciones son incompletas desde el punto de vista sacramental (sólo un ministro ordenado puede consagrar el Cuerpo y Sangre de Cristo), la comunidad no debe conformarse con ellas, sino "pedir con mayor fervor que el Señor “envíe obreros a su mies” (Mt 9,38)" y no ceda tampoco a la tentación de buscar soluciones rápidas que impliquen exigir menos cualidades morales y menos formación a los candidatos al sacerdocio.
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Insiste el Papa en que cuando por no haber suficientes sacerdotes se confía a los fieles no ordenados una tarea especial en una parroquia, éstos tienen que tener muy en cuenta que, como enseña el Concilio Vaticano II: "no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la Sagrada Eucaristía".
Pide que los fieles que colaboran en una parroquia consideren como tarea suya "el mantener viva en la comunidad una verdadera “hambre” de la Eucaristía, que lleve a no perder ocasión alguna de tener la celebración de la Misa, incluso aprovechando la presencia ocasional de un sacerdote que no esté impedido por el derecho de la Iglesia para celebrarla".
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Dice Juan Pablo II que en el Sínodo (reunión especial de los obispos) de 1985 se reconoció que en el Concilio Vaticano II (convocado por el Papa Juan 23 y finalizado por el Papa Paulo VI a principios de los años 60) se considera importantísima la “eclesiología de comunión”, término que significa que la Iglesia (de ahí lo de “eclesiología”) está llamada a mantener y animar la comunión de los fieles con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y también la comunión de los fieles entre sí.
Y que para eso se ayuda de la Palabra y de los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía.
Dice que no es casualidad que la palabra “comunión” no sólo signifique la unión de las personas entre sí, sino también sea el nombre del Sacramento de la Eucaristía, pues éste nos lleva a la perfecta “comunión” con Dios.
Cita las palabras de un autor antiguo que dijo que mediante la Eucaristía "llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta".
Recomienda el Papa que mantengamos siempre vivo en nuestro corazón el deseo de comulgar, y aprueba la costumbre de hacer una “comunión espiritual” que consiste, según palabras que cita de Santa Teresa de Avila: en “comulgar espiritualmente... que es de grandísimo provecho...“ cuando no se puede asistir a Misa y recibir físicamente la Comunión.
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Dice el Papa que con la Eucaristía no empieza apenas nuestra comunión (con Dios y con los hermanos), sino que ésta ya viene desde antes y la Comunión la fortalece, la perfecciona.
Nos hace ver que en este Sacramento se nota una comunión “invisible” que nos une a Dios y entre nosotros, y una comunión “visible” que indica que estamos en unión con la Iglesia, sus enseñanzas y sus Sacramentos.
Que esto “visible” unido a lo “invisible” es lo que hace de la Iglesia un “sacramento de salvación”, es decir, un signo sensible del amor de Dios, que nos ayuda a obtener la salvación.
Hace notar el Papa que sólo cuando hay estos elementos se puede celebrar y participar legítimamente en la Eucaristía.
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Explica su Santidad que la comunión invisible “supone la vida de gracia” que nos hace participar de la naturaleza divina, y supone también que practiquemos las virtudes de la fe, esperanza y caridad.
Sólo así se logra una verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Recalca que no basta tener fe, sino que hay que perseverar en la caridad, es decir, en un amor que se exprese en acciones (ver Ga 5,6), y mantener el corazón abierto a la gracia de Dios que nos va llevando a la santidad.
Respecto a la comunión invisible (la que nos une a Dios y a los hermanos), dice Juan Pablo II que cuidarla es un deber moral del cristiano que quiera participar en la Eucaristía.
Recuerda que San Pablo advertía que cada uno debía examinarse a sí mismo antes de participar de la Comunión (ver 1 Cor 11,28), y cita a San Juan Crisóstomo que suplicaba a sus oyentes no acercarse a la mesa de la Eucaristía "con una conciencia manchada y corrompida" porque "hacer esto nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo".
Cita el Papa el Catecismo de la Iglesia Católica: "Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación (es decir, confesarse) antes de acercarse a comulgar" (CIC 1385), e insiste en que este mandato está vigente y lo estará siempre, desde que quedó establecido en el Concilio de Trento.
(Recordemos que se llama pecado “grave” o “mortal” al que reúne tres condiciones: El que lo comete tiene pleno conocimiento de que comete pecado; lo hace con pleno consentimiento, y la Iglesia considera grave el pecado que comete.
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Dice el Papa que la Eucaristía (la Comunión) y la Penitencia (la Confesión) son dos Sacramentos (signos palpables del amor de Dios) que están muy unidos entre sí, porque la Eucaristía hace presente el sacrificio de Cristo en la cruz, que nos trajo la salvación, y nos mueve continuamente a la conversión (es decir, a estar siempre revisando nuestra vida y cambiar lo que haga falta para mantenerla siempre abierta al amor de Dios y encaminada hacia Él), y esta necesidad de conversión nos invita a responder a lo que pedía San Pablo: "En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 Cor 5,20).
Esto significa que si un cristiano se da cuenta de que cometió pecado grave, debe convertirse, cambiar de rumbo y orientar de nuevo su vida hacia Dios, y para esto es indispensable que acuda al Sacramento de la Reconciliación, es decir, que se confiese.
Se puede decir que sólo si respondemos de corazón a la invitación que nos hace Jesús a convertirnos, y nos reconciliamos con el Señor, podremos entrar de veras en comunión con Él.
Hace notar Juan Pablo II que depende de cada persona hacer un examen de conciencia y juzgar si está o no en pecado.
Pero que en esos casos en que la conducta de una persona sea "grave, abierta y establemente contraria a la norma moral" (es decir, que de manera pública y notoria se oponga continuadamente a las normas morales), la Iglesia, que cuida el bien de toda la comunidad, no puede quedarse indiferente, y por eso, y por respeto al Sacramento de la Eucaristía manda, según el Código de Derecho Canónico, que no puedan comulgar "los que obstinadamente (tercamente) persistan (continúen) en un manifiesto pecado grave", (como quien dice: no pueden participar de la Comunión los que rompen gravemente la comunión...)
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Como lo mencionó en párrafos anteriores, el Papa explica que la comunión de la Iglesia es también “visible” y participamos de esta comunión los que "teniendo el Espíritu de Cristo" (que recibimos en nuestro Bautismo), aceptamos a la Iglesia y “todos los medios de salvación establecidos en ella” (es decir, lo que la Iglesia nos propone para alcanzar la salvación: la comunión con Dios y los hermanos a través de los Sacramentos, la Palabra, la oración, la práctica de las virtudes, etc.) y estamos “unidos... a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos” (es decir, que nos mantenemos unidos a Cristo y a quienes Él estableció para conducir la Iglesia: el Papa y los obispos, y tenemos todos una misma fe, participamos de los mismo Sacramentos y aceptamos el gobierno de la Iglesia, con la que nos mantenemos en comunión).
Hace notar el Papa que como la Eucaristía es un sacramento que muestra la comunión en la Iglesia, se debe cuidar que quienes lo celebran se hallen en verdadera comunión con ésta.
Por ello, "no se puede dar la Comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico" (es decir, que no crea en todas las enseñanzas de la Iglesia acerca de la Eucaristía, como por ejemplo: que después de la Consagración, lo que aparentemente es pan y vino se ha convertido totalmente en Cuerpo y Sangre de Cristo, y que en la Eucaristía Cristo está presente, no como “símbolo” sino con una Presencia Real).
Termina tajante Juan Pablo II: "Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (ver Jn 14, 6; 18, 37); el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre no permite ficciones (falsedades)."
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Dice el Papa que se debe recordar que aunque la Eucaristía se celebre "en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad" pues cuando se recibe la presencia del Señor en la Eucaristía se "recibe el don completo de la salvación" y se está en comunión con la Iglesia que es, como afirmamos en el Credo: una (porque comparte una misma fe, una misma manera de celebrarla, un mismo camino de salvación); santa (porque está fundada por el único Santo: Jesucristo, y es santa en sus principios y en ella encontramos todo lo necesario para ser santos), católica (es decir, universal, siempre dispuesta a acogernos a todos, sin distinción de raza, color, situación social, económica, geográfica, etc.), y apostólica (porque desciende en línea ininterrumpida de los apóstoles y continúa fiel a lo que ellos enseñaban).
Así que ninguna comunidad que quiera celebrar realmente la Eucaristía puede "encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente" (como sucede con algunas comunidades de hermanos separados), sino que está en comunión con todas las demás comunidades católicas.
Comenta Juan Pablo II que estar en comunión con la Iglesia es estar en comunión con el propio obispo y con el Papa, y que no sería posible que la Eucaristía, que es un Sacramento de unidad de la Iglesia, fuera celebrada sin estar en unidad con el obispo y con el Papa, que es sucesor de Pedro, así como con todo el clero y con todos los fieles.
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Afirma el Papa que "la Eucaristía crea comunión y educa a la comunión" y menciona cómo San Pablo escribió a los corintios haciéndoles ver que celebraban la Eucaristía sin espíritu de comunión fraterna, y animándolos a reflexionar en ello y corregirse (ver 1Cor 11,17-34; 12,27).
Comenta que San Agustín decía que somos el cuerpo de Cristo y que en su mesa el Señor consagró nuestra paz y unidad, así que si participamos de la Comunión, estamos llamados a cuidar esta paz y esta unidad, o de lo contrario estaremos dando testimonio contra nosoros mismos...
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Explica su Santidad que una de las razones por lo que es tan importante la Misa dominical, es porque promueve la comunión, y que sobre este tema ha escrito en la “Carta apostólica Dies Domini”, en la que trata sobre la santificación del domingo. Recuerda que "participar en la Misa es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave" y nos comparte que en su “Carta apostólica Novo millennio ineunte”, ha insistido en que la Eucaristía de los domingos "es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente" y que cuando se participa en ella, "el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia", una Iglesia que es verdadero signo de unidad.
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Invita el Papa a todos los fieles, y en particular a los pastores de la Iglesia, a sentir como propia la tarea de cuidar y promover la comunión en la Iglesia, y añade que para ello la Iglesia ha dado normas que tienen como propósito animar a que los fieles participen más y mejor en la Eucaristía, así como también determinar cuándo no se debe dar la comunión.
Dice que obedecer dichas normas expresa amor a la Eucaristía y a la Iglesia.
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Señala el Papa que al considerar que la Eucaristía es Sacramento (signo sensible) de la comunión de la Iglesia, también hay que mencionar cómo se relaciona esto con lo que él llama “el compromiso ecuménico”, (es decir, la necesidad de lograr un acercamiento con los hermanos separados -miembros de otras comunidades eclesiales-).
Agradece a la Santísima Trinidad que en los últimos años, haya muchos fieles que desean la unidad entre todos los cristianos, y comenta que el Concilio Vaticano II reconoce esto como un don especial de Dios.
Dice que este deseo de lograr la unidad nos hace dirigir la mirada hacia la Eucaristía, que es el máximo Sacramento de la unidad de todo el pueblo de Dios.
Recuerda cómo en la celebración eucarística la Iglesia pide a Dios, Padre de misericordia, que envíe al Espíritu Santo sobre sus hijos, para que todos lleguemos "a ser en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu".
Hace notar que la Iglesia cree que esta oración será escuchada y respondida, pues la hace en unión con Cristo, su esposo.
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Retomando lo que comentó en el número 35 respecto a que la unidad de la Iglesia exige que sus miembros participen de una misma fe, de los mismos Sacramentos y se mantengan en comunión con el gobierno de la Iglesia, afirma que no es posible concelebrar la Eucaristía si estos requisitos no se cumplen (es decir, que no es posible concelebrar la Eucaristía con hermanos que se mantienen separados de la Iglesia católica).
Dice que celebrarla así no ayudaría a que haya una verdadera comunión entre ellos y los fieles católicos, sino más bien sería todo lo contrario: una piedra en el camino hacia la unidad, pues podría parecer que la Iglesia católica aprueba o respalda “ambigüedades” (es decir ideas no muy claras, conceptos equivocados, en suma: errores y/o falsas interpretaciones), y "el camino hacia la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad".
Pone especial cuidado el Papa en hacernos notar lo que dice en su “Carta encíclica Ut unum sint”: que aunque no se pueda compartir la Eucaristía con hermanos de otras comunidades eclesiales, el deseo de poder celebrarla juntos algún día "es ya una alabanza común" pues "juntos nos dirigimos al Padre y los hacemos cada vez más “con un mismo corazón”..."
- Advierte Juan Pablo II que aunque en ningún caso se puede realizar una “concelebración” si falta la plena comunión, sí es posible darle la Eucaristía, en situaciones "especiales, a personas que pertenecen a iglesias o comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica"... cuando existe la "grave necesidad espiritual" de asegurar "la salvación eterna de los fieles".
Pone por ejemplo lo que estableció el Concilio Vaticano II respecto a los hermanos orientales, que "encontrándose de buena fe separados de la Iglesia católica, están bien dispuestos y piden espontáneamente recibir la Eucaristía del ministro católico."
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Comenta que en la mencionada “Carta Encíclica", ha mostrado aprecio por esta norma, y afirma que "es motivo de alegría recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los Sacramentos de la Eucaristía, la Penitencia y la Unción de enfermos, a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos".
Añade que "también los católicos pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de aquellas iglesias en que sean válidos".
Cumplir esto demuestra amor a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, y a los hermanos separados, a los que se les debe dar un testimonio de verdad y de unidad.
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Hace notar el Papa que antes del relato de la Última Cena, se narra en los Evangelios cómo una mujer, “que Juan identifica con María, la hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, lo que provoca las protestas de los discípulos” (ver Mt 26,8; Jn 12,4), pero no de Jesús, que “aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte”.
Comenta que en los Evangelios sinópticos (que son el de San Marcos, el de San Mateo y el de San Lucas, llamados “sinópticos” porque si se comparan los tres en una visión de conjunto -es decir, en una sinopsis-, acomodando cada uno en una columna paralela, se vería cómo coinciden entre sí muchos de sus relatos) leemos que Jesús encarga a sus discípulos que preparen cuidadosamente lo necesario para celebrar la cena pascual “en una sala grande”, y los evangelistas dan detalles que dejan ver parte de los ritos hebreos utilizados dicha cena; que llama la atención la manera sencilla y a la vez muy solemne con que Jesús nos deja el gran Sacramento de la Eucaristía en la Última Cena cuando pronuncia las palabras “sobre el pan y sobre el vino, asumidos por él como expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada”.
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Dice Juan Pablo II que al igual que la mujer que “derrochó” el perfume, la Iglesia no ha tenido miedo de “derrochar” sus mejores recursos para expresar su reverencia y asombro ante el don sin medida de la Eucaristía.
Que como aquellos primeros discípulos encargados de preparar la “sala grande” donde se celebró la Última Cena, la Iglesia busca celebrar la Eucaristía en un lugar digno de tan gran Misterio.
Hace notar que nada será bastante para recibir este don que Jesús da a su esposa la Iglesia al poner al alcance de todos los creyentes de todas las generaciones, el Sacrificio que ofreció en la cruz y el hacerse alimento para todos los fieles.
Advierte su Santidad que todo convite implica una cierta familiaridad, pero que la Iglesia nunca ha permitido que esta familiaridad con su Esposo la haga olvidar que Él es también su Dios y que el banquete sigue siendo “sacrificial” y está marcado por la sangre de Jesús derramada en el Gólgota.
Con su sensibilidad de poeta nos recuerda que "el banquete eucarístico es verdaderamente un “banquete sagrado” en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios", y que no es posible acercarse "si no es con la humildad del centurión del Evangelio: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo” (Mt 8,8)."
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Reflexiona el vicario de Cristo acerca de cómo, a lo largo de la historia, la fe de la Iglesia en la Eucaristía se demuestra no sólo con una actitud interior, de devoción personal, sino también de manera externa -y pública-, por lo cual nació la necesidad de reglamentar la celebración de la Eucaristía.
Menciona también que la necesidad de expresar la fe de manera externa ha producido obras de arte dentro de la arquitectura, la escultura, la pintura y la música, que encuentran en la Eucaristía su motivo de inspiración.
Pone por ejemplo los lugares donde se ha celebrado la Eucaristía, desde las “domus” (casas donde se reunían las familias cristianas) hasta las basílicas y catedrales, así como las iglesias construidas en todo el mundo.
Observa que tanto en altares, sagrarios, objetos y ornamentos, como en la música sacra se combinan la creatividad y belleza con el respeto por lo sagrado, y afirma que la Eucaristía ha tenido una fuerte influencia en la “cultura”, especialmente en lo que tiene que ver con la creación de lo bello.
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Dice el Papa que en su esfuerzo por adorar la Eucaristía, parece como si los cristianos de Occidente compitieran con los de Oriente en la creación de grandes obras arquitectónicas y pictóricas.
Comenta que en Oriente los artistas no sólo crean arte religioso por un afán de producir belleza o de mostrar su genialidad, sino para servir a la fe, y que más allá de su habilidad técnica, “han sabido abrirse con docilidad al soplo del Espíritu de Dios”.
Afirma Juan Pablo II que estas obras de arte son un patrimonio universal de los creyentes y que llevan en sí una esperanza: la de que haya entre Oriente y Occidente una total "comunión en la fe y en la celebración".
Recuerda una famosa pintura de Rublëv (que representa a la Trinidad como tres individuos sentados a la mesa), y plantea que al igual que lo que muestra esta obra, la Iglesia debe ser profundamente eucarística e “icono” (es decir, imagen) de la Trinidad.
Recomienda su Santidad poner mucha atención a las normas sobre construcción y decoración de edificios sagrados, así como sobre música sacra, pues aunque la Iglesia siempre ha dado a los artistas mucha libertad para desarrollar su creatividad (algo sobre lo que escribió en su Carta a los artistas), es necesario que el arte sagrado se haga de acuerdo a la fe de la Iglesia y a las indicaciones de la autoridad eclesiástica competente.
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A propósito del arte sagrado y las normas para las celebraciones, hace notar que en los lugares donde el cristianismo es nuevo sucede lo que sucedió en lugares que fueron cristianizados en tiempos antiguos: hay una “inculturación” (es decir, que el cristianismo se adapta en la medida de lo posible, a la cultura del lugar) y que ya desde el Concilio Vaticano II la Iglesia procura que dicha inculturación suceda de la mejor manera posible.
Nos comparte que en sus numerosos viajes (más de cien, a la fecha) ha visto cuánta vida le da a una celebración el encuentro con diversas culturas y cómo "la Eucaristía ofrece alimento no solamente a las personas, sino a los pueblos mismos".
Insiste en que en esta labor de inculturacion, hay que cuidar que el “tesoro” de la Eucaristía no se empobrezca o sea sujeto de prácticas que no estén aprobadas por la autoridad eclesiástica competente, y por ello propone que se trabaje siempre en estrecha relación con la Santa Sede, para que ninguna Iglesia local se aísle de la Iglesia universal.
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Advierte el vicario de Cristo la gran responsabilidad que tienen los sacerdotes que celebran la Eucaristía, lamenta que por “un malentendido sentido de creatividad no hayan faltado abusos”, pues algunos sacerdotes consideran que no son obligatorias las formas que propone la Iglesia para celebrar la Eucaristía y hacen cambios sin autorización y “con frecuencia del todo inconvenientes”.
Hace un llamado de atención para que se respeten las normas que rigen la celebración de la Eucaristía y enfatiza que ésta no es “propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad”.
Señala cómo San Pablo regañó a la comunidad de Corinto por sus faltas al celebrar la Eucaristía (ver 1Cor 11,17-34) y sugiere que en nuestro tiempo se rescate y valore la obediencia a las normas que rigen la celebración, pues esto muestra “de manera silenciosa pero elocuente, amor por la Iglesia.”
Promete que se preparará un documento -incluso de carácter jurídico- sobre este tema y subraya que a nadie le está permitido “hacer menos” este tesoro que ha sido confiado a nuestras manos y que es demasiado grande como para que alguien lo trate como se le ocurra, sin respetar su carácter sagrado y universal.
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Dice el Papa que si queremos descubrir la riqueza de la relación que hay entre la Iglesia y la Eucaristía, es necesario tener presente a “María, Madre y modelo de la Iglesia”; que en la Carta apostólica “Rosarium Virginis Mariae” él la presenta como la Maestra que nos enseña a contemplar el rostro de Cristo, y que en los “misterios de la luz”, que añadió a los otros tres misterios del Rosario (gozosos, dolorosos y gloriosos), incluyó la Institución de la Eucaristía porque considera que María nos guía hacia este Santísimo Sacramento, pues aunque los Evangelios no mencionan que ella estuviera presente en la Última Cena, se sabe que sí oraba junto a los Apóstoles (ver Hch 1,14), y seguramente participaba con los primeros cristianos, de la celebración de la Eucaristía.
Aclara el Papa que no sólo porque María comulgara la llama “mujer eucarística”, sino por la actitud interior que ella tuvo toda su vida.
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Plantea Juan Pablo II que como el misterio de fe de la Eucaristía nos obliga a confiar completamente en la palabra de Dios, pues nuestro entendimiento no alcanza a comprender, María puede ser nuestro apoyo y nuestra guía, pues ella supo acoger la Palabra de Dios con fe total, y ella nos invita a hacer lo mismo.
En las bodas de Caná ella pidió: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5) y ahora parece pedirnos que no dudemos de que si Jesús fue capaz de transformar el agua en vino, "es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre", entregándose a nosotros, como verdadero “Pan de vida”.
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Reflexiona su Santidad en que María ha tenido fe en la Eucaristía incluso antes de la Última Cena, al haber aceptado que en su seno se encarnara el Hijo de Dios.
Comenta que aunque la Eucaristía nos hace presentes la Pasión y Resurrección de Jesús, al mismo tiempo no es posible dejar de relacionarla con la Encarnación, es decir, con el hecho de que María concibiera al Hijo divino, "incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre", lo que en cierta medida sucede en todo creyente que recibe, al comulgar, el cuerpo y la sangre del Señor.
Nos hace ver, pues, como hay una gran relación entre ese “hágase en mí” que pronunció María ante el Ángel, y el “amén” que cada fiel pronuncia cuando se dispone a recibir el cuerpo del Señor.
A María se le pidió creer que por obra del Espíritu Santo recibió en su seno al Hijo de Dios (ver Lc 1, 30.35).
A los creyentes hoy se nos pide creer que por obra del Espíritu Santo recibimos al mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, "presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino".
Comenta el vicario de Cristo cómo en la Encarnación se vislumbra lo que en adelante sería la fe de la Iglesia en la Eucaristía.
Con alma de poeta nos muestra cómo en la llamada “visitación”, María, que lleva en su seno al Señor, se convierte en el primer tabernáculo (es decir, sagrario en el que se guarda la Eucaristía), "donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como “irradiando” su luz a través de los ojos y la voz de María".
Nos lleva luego con la imaginación a Belén y nos señala cómo la mirada de adoración de María cuando contemplaba a Jesús recién nacido en sus brazos, es el modelo de amor que debe inspirarnos en cada comunión eucarística.
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Nos comenta el Papa cómo durante toda la vida de María junto a Cristo, y no solamente el momento en el Calvario, ella vivió el sacrificio, la entrega total que sucede en la Eucaristía; que el anciano Simeón le anunció que una espada le traspasaría el alma (ver Lc 2, 34. 35), y que conforme se fue preparando para el día de la muerte de Jesús, María vivió "una especie de “comunión espiritual”, es decir, que se mantuvo siempre unida a Cristo, como la vemos al pie de la cruz y también en la Eucaristía que celebraban los apóstoles.
Desde su alma de hombre profundamente sensible, nos invita Juan Pablo II a preguntarnos qué sentiría María cuando oía a Pedro o a Juan o a alguno de los apóstoles pronunciar las palabras que Jesús dijo en la Última Cena: “Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros” (ver Lc 22,19), pues el cuerpo del que hablaban, ¡era el que ella llevó en su seno!
Supone que para María, el recibir la Eucaristía era como volver a acoger en su regazo ese corazón que latió al mismo tiempo que el suyo, y también revivir todo lo que sintió cuando estuvo al pie de la Cruz.
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Reflexiona su Santidad en que cuando celebramos lo que Cristo realizó con su pasión y muerte, celebramos también lo que hizo con su Madre para beneficio nuestro: confiarla a su discípulo y, en él, entregarla a cada uno de nosotros. "¡He aquí a tu madre!" (Jn 19, 27).
Por lo tanto, recibir la Eucaristía implica recibir también este regalo, tomar a María como Madre, aprender de ella, dejarnos acompañar por ella.
Nos hace notar que como María es Madre de la Iglesia, está presente en todas nuestras celebraciones de la Eucaristía, según reconocen, desde la antigüedad, tanto las Iglesias de Oriente como las de Occidente.
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Propone el vicario de Cristo que leamos el Magnificat teniendo en mente la Eucaristía, pues ésta es, como el canto de María, alabanza y acción de gracias.
Nos hace ver cómo María alaba al Padre “por” Jesús, pero también “en” Jesús y “con” Jesús (lo cual nos recuerda las palabras que cierran la Plegaria Eucarística en Misa: “Por Cristo, con Él y en Él...), una actitud que él califica de “eucarística”.
Señala cómo al tiempo que María recuerda las maravillas que Dios ha hecho en la historia, proclama la mejor de todas: la que nos traería la salvación.
Afirma que cada vez que el Hijo de Dios se hace presente en la “pobreza” del pan y el vino, se “derriba del trono a los poderosos” y se “enaltece a los humildes” (ver Lc 1, 52) y se anuncia el cielo nuevo y la tierra nueva.
Insiste el Papa en que nadie como María para ayudarnos a vivir mejor la Eucaristía, pues, concluye gozoso, este don extraordinario "se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, ¡toda ella un magnificat!"
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Comparte con nosotros el Papa que hace pocos años celebró cincuenta como sacerdote y que ahora, que cumple veinticinco en el papado se siente feliz y muy agradecido con Dios por haberle permitido ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía.
Con nostalgia recuerda la primera Misa que celebró, en Cracovia, y con alma de poeta comenta que desde entonces, cada día "ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrado al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (ver Lc 24, 3-35)".Nos pide que le permitamos comunicarnos su emoción y confortar nuestra fe dándonos testimonio de fe en la Santísima Eucaristía, a la que llama "tesoro de la Iglesia y corazón del mundo" y a la que considera algo que todo hombre desea aunque no lo sepa.
Reflexiona en que la Eucaristía es un misterio que pone a prueba nuestra capacidad de ver más allá de las apariencias, pues aquí fallan nuestros sentidos (lo que vemos, tocamos, gustamos, no es lo que “parece”), y seguramente pensando en ese momento en el que muchos seguidores de Cristo quisieron dejarlo porque no lograban ver más allá de lo aparente, nos invita a no perder la fe en las palabras de Jesús, y solicita en nombre de toda la Iglesia y en el de cada uno de nosotros, decir como San Pedro: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68).
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Nos invita Juan Pablo II al comenzar este tercer milenio, a que, como hijos de la Iglesia, vivamos nuestra vida cristiana con nuevas fuerzas, para lo cual aclara que no tenemos que inventar nada nuevo (como ya dijo en su Carta apostólica Novo millennio ineunte): sólo poner en el centro de nuestra existencia a "Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar", en unión con el Padre y el Espíritu Santo. Con el Señor podremos cambiar la historia.
Y para ello es indispensable la Eucaristía.
Señala su Santidad que todo aquel que quiera ser santo, todo el que desee realizar una misión en la Iglesia, tiene que sacar de la Eucaristía la fuerza que necesita, y declara: "En la Eucaristía tenemos a Jesús, su sacrificio redentor (que nos trajo la salvación), el don del Espíritu Santo, la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidamos la Eucaristía, ¿cómo remediar nuestra indigencia?"
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Afirma el vicario de Cristo que la Eucaristía, que es a la vez sacrificio, presencia y banquete, debe ser vivida en su totalidad, ya sea durante la celebración, o en diálogo íntimo con Jesús después de comulgar, o durante la adoración al Santísimo, pues así se construye la Iglesia y se muestra como lo que es: "una (pues tiene un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, es un solo cuerpo), santa (pues participa de la santidad de Dios, su autor, y contiene en sí lo necesario para la santidad), católica (universal) y apostólica (pues viene en línea directa de los apóstoles y sigue su enseñanza); pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación (signo sensible del amor de Dios, que se ofrece a todos los seres humanos para que acojamos la salvación que nos da el Señor) y comunión (que busca propiciar la unión con Dios y con los hermanos) jerárquicamente estructurada (organizada de acuerdo a un cierto orden)".
Espera que la Iglesia responda al deseo de Cristo de ser todos uno (Jn 17,11) y busque comunicación con hermanos separados, una tarea difícil que sólo podremos lograr si consideramos que la Eucaristía es alimento que nos da fuerzas para el camino, y tesoro que estamos llamados a compartir con aquellos con quienes nos une el mismo Bautismo.
Observa que por amor a la Eucaristía, la Iglesia se ha preocupado desde el principio del cristianismo, por enseñar a todas las generaciones, la fe y la doctrina sobre este Sacramento, en el cual "se resume todo el misterio de nuestra salvación".
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Nos invita Juan Pablo II a seguir la enseñanza de los Santos, pues ellos tuvieron siempre verdadero amor por la Eucaristía.
Comenta que con ellos la teología de la Eucaristía (teología: que trata lo que se refiere a Dios, en este caso, lo que se refiere a la Eucaristía) no es algo solamente teórico, sino que se siente como algo vital que "nos “contagia” y, por así decir, nos “enciende”...".
Propone Juan Pablo II que ante todo aprendamos a escuchar a María Santísima, porque a través de ella podemos descubrir la luz de la Eucaristía y conocer "la fuerza transformadora" que tiene este Sacramento.
Dice que en María "vemos el mundo renovado por el amor" y que cuando la contemplamos en el cielo podemos ver un poquito de lo que será el cielo nuevo y la tierra nueva que gozaremos cuando venga Cristo al final de los tiempos.
Afirma que la Eucaristía es, ya aquí en la tierra, una muestra anticipada de esto, podría decirse que una “probadita” que nos hace desear más y exclamar: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).
Hacia el final del documento su Santidad busca, como desde el inicio de su pontificado, desterrar de nosotros todo temor, y nos hace ver que en el "humilde signo del pan y del vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza", es el alimento que nos permite seguir adelante, y ser testigos de esperanza para todos (algo a lo que el Papa siempre le ha dado mucha importancia, preocupado como está porque el hombre moderno no pierda el sentido de su vida ni caiga en la desesperación).
Señala el vicario de Cristo que si ante la Eucaristía "la razón experimenta sus propios límites" (pues no alcanza el entendimiento a comprenderla), el corazón, en cambio, iluminado por el Espíritu Santo, se abre a la adoración y a un amor infinitos.
Concluye el Papa su Carta Encíclica animándonos a abrir nuestro corazón, que tiene sed de alegría y de paz, para contemplar la meta a la que nos dirigimos, y para ello nos convida a compartir los sentimientos de Santo Tomás de Aquino, gran teólogo y gran enamorado de la Eucaristía, que escribió un hermoso canto en el que luego de pedirle a Jesús, buen pastor, pan verdadero, que tenga piedad de nosotros, nos nutra, nos defienda y nos lleve a gozar de los bienes eternos en la tierra de los vivos, le ruega:
"Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos a la mesa del cielo,
a la alegría de tus santos".Al final del documento aparece la firma: “Joannes Paulus II”, temblorosa, conmovedor recordatorio de que este Papa lleva un tesoro en vasija de barro y nos da un extraordinario testimonio de que en verdad todo lo puede en Aquel que lo conforta y le permite aceptar con paz que a su mente notablemente lúcida corresponda un cuerpo enfermo y envejecido, vivo recordatorio de las palabras que dijo el Señor a San Pablo: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad." (2 Cor 12, 9)
Capítulo Primero
Misterio de la Fe
Capítulo Segundo
La Eucaristía edifica a La Iglesia
Capítulo Tercero
Apostolicidad de la Eucaristía y de La Iglesia
Capítulo Cuarto
Eucaritía y Comunión Eclesial
Capítulo Quinto
Decoro de la Celebración Eucarística
Capítulo Sexto
En la Escuela de María, Mujer "Eucarística"
Conclusión
Si quieres profundizar más en este tema te recomendamos el libro de Alejandra María Sosa Elízaga:
"Por los Caminos del Perdón", en el cual está basado este artículo.
También: “Viacrucis del Perdón”, viacrucis tradicional enfocado al perdón.
Ambos publicados por Ediciones 72