Esclava del Señor
Alejandra María Sosa Elízaga*
Es la consejera más consultada, a la que más gente acude a confiarle sus cosas, y a pedirle ayuda, sin quedar nunca defraudada.
Tiene todas las cualidades que puede tener un ser humano y ningún defecto.
Su Hijo la libró del pecado original, aun antes de que fuera concebida, y al final de su vida mortal, la libró de la corrupción del sepulcro, y se la llevó a la patria celestial. Es nuestra Alfa y Omega: como éramos antes del pecado de Adán y Eva, y como seremos al resucitar.
Es amorosa como una madre, tierna como una abuela, solidaria como una hermana, fiel como una amiga, paciente como una maestra.
Es la más sabia, la que todas las generaciones han llamado y llamarán bienaventurada. Y sin embargo, si hubiera vivido en estos tiempos y le hubieran pedido su currículum, hubiera anotado simplemente: “esclava del Señor”.
Ese fue su título más preciado, lo que dijo de sí misma cuando el Ángel Gabriel le anunció que sería la Madre del Hijo de Dios (ver Lc 1, 26-38).
En un mundo que valora sobremanera que superemos a los demás, en títulos, dinero, fama y poder, desconcierta que a una persona le anuncien que fue elegida para algo tan sensacional, y responda llamándose ¡esclava! Y tal vez alguien se pregunte, ¿por qué lo hizo?
No fue por falsa modestia, como la de esos funcionarios que al ser ascendidos afirman ‘ay, no soy digno’, pero tarde se les hace para alardear.
Tampoco fue muestra de ‘baja autoestima’.
Fue expresión de lo que había en lo más hondo de su corazón: auténtica humildad y total disponibilidad a la voluntad de Dios.
Y es que la verdadera humildad no consiste en negar las propias cualidades, sino, como decía santa Teresa, en ‘andar en verdad’, es decir, reconocerlas, pero reconocer también que no son por mérito propio, sino por la gracia del Señor.
Y la disponibilidad es, por un lado, muestra de gratitud, de querer hacer lo que le agrada a Dios para corresponder a Su amor, y, por otro, es fruto de saber que Dios quiere sólo nuestro bien, así que lo que más nos conviene es abandonarnos enteramente en Él.
“Esclava del Señor” no fue sólo una frase, fue la definición de cómo vivió María. Lo comprobamos una y otra vez al leer los Evangelios.
Lo primero que hizo, luego de saber que había concebido a Jesús, no fue exigirle privilegios a Dios, ni contárselo a todos, ni siquiera descansar. Olvidándose de sí misma, se fue a ayudar a su prima Isabel.
Con nueve meses de embarazo, aceptó emprender el fatigoso viaje a Belén, que no hubiera lugar en la posada, y tener que recostar a su recién nacido en un pesebre.
Cuando se le anunció que una espada le atravesaría el alma, no pidió a Dios que la librara, confió en que si lo permitía sería por algo, y la ayudaría a superarlo.
Aceptó huir a Egipto, cuando Herodes quería matar al Niño.
Cuando Jesús tenía doce años, y se les perdió, no pidió a Dios que lo localizara, al fin que era Su Hijo y Él sabía dónde estaba. Lo buscó hasta encontrarlo.
Durante la Pasión y Muerte de Jesús, lo acompañó, compartiendo su serenidad y fortaleza, reiterando ese primer sí que pronunció por amor.
Nunca pidió privilegios ni exigió recompensa, se asumió siempre esclava del Señor.
Y tal vez se podría pensar que sufrió demasiado por haber ido aceptando todo lo que Dios le fue pidiendo, pero fue todo lo contrario: ponerse como Ella se puso, enteramente en manos de Dios, es lo único que produce verdadera paz. Cuando nos resistimos, nos quejamos, nos aferramos a proyectos distintos a los Suyos, nos quedamos siempre frustrados, temerosos, vacíos.
En un mundo que nos invita a olvidarnos de Dios, y nos quiere convencer de que lo máximo es tener poder, volvamos siempre la mirada a María, esclava del Señor, que nos da ejemplo y el mejor consejo para nuestra vida: “hagan lo que Él les diga.” (Jn 2,5).