Lectura hormiga
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘¡Uy, no, qué horror, qué mamotreto, ¿quién puede leerlo?’
‘¿Que tiene cuántas páginas?, ¡újule, son muchas!, ¡no tengo tiempo para leer tanto!’
‘¿No hay uno más flaquito?, es que ese libro tan gordo, ¿cuándo lo acabo?’
Son frases que dice mucha gente, demasiada gente. ¿Por qué esa flojera para leer? Probablemente por falta de costumbre. El gusto por la lectura se aprende en la infancia.
Conozco a una mamá que todas las noches les leía un cuento a sus niños, y lo interrumpía en lo más interesante. Y cuando éstos protestaban, les decía. ‘si supieran leer, podrían averiguar ustedes mismos qué sigue’. Eso los estimuló, no sólo a aprender a leer, sino a practicar la lectura.
Sé de otro matrimonio que acuerda con su hija adolescente qué libro leerá (uno que a ella le guste y ellos aprueben), y le dan un pequeño premio cuando lo termina.
Sin duda ayuda mucho crear el hábito de leer a temprana edad, pero no haberle tomado el gusto a la lectura desde chicos, no impide aprender de grandes a disfrutarla.
Ahora el problema es otro. Se preguntó a diversas personas si acostumbraban leer, y quienes dijeron que no, respondieron, en su gran mayoría: ‘es que no tengo tiempo’.
Quién sabe por qué se tiene la idea de que para leer hay que contar con toda una tarde o una mañana libre, y por supuesto como todo mundo anda siempre corriendo y el tiempo parece correr aún más, se da por hecho de que lo único que se puede leer son los mensajitos del celular, y aún éstos cada vez más llenos de abreviaturas.
Pero esto no tiene por qué ser así.
Un querido amigo mío que fue un ávido lector toda su vida, decía que con los libros hay que hacer como los alpinistas con las montañas: no se paran al pie viendo para arriba espantados pensando: ‘¡está altísima, jamás voy a llegar a la cima!’, sino fijan su mirada en la pared rocosa que tienen delante, y la escalan poco a poco; y así, cuando menos lo esperan, llegan hasta arriba.
Lo mismo pasa con los libros. No dejes que su tamaño te espante. Abre la primera página, lee unas líneas, deja una marquita, ciérralo, y cuando tengas otros minutos, ábrelo donde lo dejaste y lee otras líneas. Es lo que él llamaba ‘lectura hormiga’, y con ese método leyó muchísimos libros. A veces comentaba: ‘estoy empezando a leer tal...’ y semanas después decía sorprendido: ‘¡ya lo terminé!’.
Anímate a hacer lo mismo.
Lánzate a leer un buen libro que te ayude a crecer en tu fe. Por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica, un texto extraordinario que vale la pena no sólo consultar, sino leer de cabo a rabo; o elige alguna de las miles de maravillosas obras escritas por nuestros santos y Papas a lo largo de la historia, que quizá nunca leíste por creer que no tendrías tiempo.
Te recomiendo por ejemplo las ‘Confesiones’ de san Agustín; o la ‘Introducción a la vida devota’ de san Francisco de Sales; o el ‘Diario’ de santa Faustina Kowalska; o ‘Caminando por valles oscuros”, la conmovedora autobiografía del p. Walter Ciszek; o los tres volúmenes de ‘Jesús de Nazaret’ del Papa Benedicto XVI.
La Iglesia atesora siglos de sabiduría en obras fascinantes que quizá te han parecido demasiado grandes para considerar siquiera empezar a leer, pero ¡no te las tienes que perder! Si te aficionas a la ‘lectura hormiga’, pasito a pasito irás avanzando, y tendrás la satisfacción de leer -y aprender- muchísimo más de lo que jamás habías imaginado