No estamos solos
Alejandra María Sosa Elízaga*
Cuando oscureció el martes pasado y comprobé que mi linterna no servía, me fui quedando, como mucha gente, a oscuras, aislada y en silencio, sin celular, internet ni tele; sin recibir llamadas, sin llamar a nadie, y sin poder salir.
Con el corazón compungido por los incontables muertos y desaparecidos que intuía habría provocado el terremoto, me sentí sola. Pero entonces se me ocurrió hacer lo mejor que uno puede hacer cuando necesita desahogare con alguien que le escuche con infinita paciencia, le comprenda, le consuele y le ayude: orar.
Sabiendo que Jesús prometió estar con nosotros hasta el fin de los tiempos, y recordando que Santa María de Guadalupe le preguntó a Juan Diego, y en él a nosotros: ‘¿no estoy yo aquí, que soy tu Madre?’, hablé con ellos; recé el Rosario, la Coronilla de la Misericordia, dediqué el tiempo no a desesperar sino a rogar por todas las personas afectadas por el terremoto: las atrapadas bajo los escombros, las fallecidas, sus familiares y seres queridos; los ‘topos’, los socorristas, los voluntarios, el personal especial para situaciones de emergencia.
Y de pronto me di cuenta de que algo había cambiado: ya no me sentía en soledad.
Y reflexioné que los que estaban allá afuera, padeciendo esta tragedia tampoco estaban solos.
Los que de pronto sintieron el suelo agitarse y horrorizados contemplaron edificios desplomarse, no estaban solos.
Los que quedaron atrapados bajo escombros, sin poderse mover, esperando ser rescatados, no estaban solos.
Los que perdieron la vida, no estaban solos.
Los vecinos que espontáneamente se acercaron a ayudar, a remover piedras sin importarles irse a lastimar, a formar cadenas humanas para pasar cubetas de escombros, piedras o lo que hiciera falta, no estaban solos.
Los ‘topos’ que entraron deslizándose por inverosímiles resquicios, arriesgando su vida para salvar otras, no estaban solos.
El personal de salud que atendió a los heridos, el personal de marina, los bomberos, los policías, los soldados y cuantos intentaban coordinar el colosal esfuerzo del rescate, no estaban solos.
Los padres y madres de familia que aguardaban ansiosos, llorosos, noticias de sus niños, los que esperaban saber qué fue de sus parientes, de sus colegas, de sus amigos, no estaban solos.
En nuestras angustias, dolores y desesperación, en nuestra preocupación, en nuestro miedo, nos sentimos solos, abandonados por Dios, pensamos que si hubiera estado con nosotros, no nos hubiera ocurrido nada malo, dudamos de Su amor. Pero Él nunca prometió que este mundo sería ideal o para siempre, y en cambio sí prometió quedarse con nosotros hasta el final. Y ha estado aquí, fortaleciendo a los que sufren, inspirando a los que consuelan, sosteniendo a los agotados. Ha estado aquí, presente en cada apapacho, en cada mirada compasiva, en cada mano tendida, en cada brazo que se levanta con el puño cerrado, esperanzado para pedir silencio y alcanzar a escuchar algún sonido de vida; ha estado aquí, en la alegría recobrada y los aplausos por cada persona rescatada.
Mucha gente menciona la coincidencia de dos terremotos en diecinueve de septiembre, lo considera mala suerte, fecha fatídica que en adelante procurará evadir saliendo de la ciudad, versión mexica de ‘viernes trece’, pero mejor considerar que la coincidencia de fechas nos habla de otras dos coincidencias: la de la solidaridad, el heroísmo, la conmovedora entrega de tantísima gente que hoy como ayer se ha volcado a ayudar, mostrando lo mejor del ser humano, y la de la presencia de Dios que nos sostiene, nos fortalece, nos inspira a salir de nosotros mismos para tender a otros la mano, ponernos de pie, y emprender juntos la tarea de ir superando las crisis, día tras día, animados por Su gracia, y con la intercesión amorosa de nuestra Madre, la siempre Virgen María.