Nada más y nada menos que Navidad
Alejandra María Sosa Elízaga*
Si esta Navidad no dieras ni te dieran regalos; si no hubiera ponche, pavo, romeritos, bacalao; si no hubiera buñuelos, bastones de caramelo, panqué de frutas, turrones, ni mazapanes; si no hubiera flores de nochebuena ni árbol de Navidad; si no hubiera esferas, lucecitas, muñecos de nieve, santacloses, renos ni duendes; si no hubiera cohetes ni luces de bengala; si no oyeras ni cantaras villancicos; si no hubiera fiestas ni reuniones con familiares y amigos, ¿sentirías que es Navidad?
Si respondiste con uno o varios ‘no’, cuidado. Tal vez te has contagiado de una actitud generalizada que da más importancia a los elementos del ‘ambiente navideño’, que a la razón para celebrar Navidad.
Es como si un viajero perdido pregunta a dónde deber ir, alguien le señala con el dedo la dirección correcta, y él no mira hacia donde se le señala, sino ¡al dedo!
Es que el mundo no quiere recordar, mucho menos festejar a Jesús.
Abundan las películas sobre la ‘magia’ de Navidad. Plantean que es tiempo para hacer galletas, colgar muérdago sobre un umbral, retacar de luces la fachada y esperar al infaltable santa Claus.
En esferas gubernamentales en la Unión Europea y en EUA han circulado propuestas para desear ‘felices fiestas’ en lugar de ‘feliz Navidad’.
Un obispo italiano se atrevió a dar a entender que santa Claus no existe y ¡se le echó encima la prensa! Lo acusaron de quitarles a los niños ‘la ilusión y la magia’. Padres de familia disfrazados de duendes protestaron. Se sintió presionado a disculparse.
¡Hemos llegado al punto de que hay que pedir perdón por decir la verdad!
Qué bueno quitar la ilusión, porque Navidad no es una ilusión, es una realidad. Qué bueno quitar la ‘magia’, porque en Navidad no sucede ‘magia’, ocurre un milagro extraordinario: que a pesar de que somos pecadores y no merecemos el amor de Dios, Él nos ama tanto que nos envió a Su Hijo a salvarnos del pecado y de la muerte (ver Jn 3, 16-17), y Jesús, que es Todopoderoso y estaba por encima del tiempo y del espacio, renunció a los privilegios de Su condición divina y se hizo pequeñito, frágil y vulnerable, para enseñarnos a amar y ayudarnos a llegar a la casa del Padre.
¡Tendríamos que saltar de gozo, bailar, gritar alabanzas, para celebrarlo a Él y sólo a Él!
Pero no es así. Si preguntas a un niño qué pasa en Navidad, te responde sin dudarlo: ‘¡viene santa Claus!’
El diablo se carcajea. Su estrategia le salió tan redonda como la panza del viejo barbón. Usó su viejo truco de aprovechar algo aparentemente inocente y bueno (¿qué puede ser más tierno que un viejecito regordete y risueño que trae regalos?), y logró su objetivo: desplazó al Niño Dios de la Navidad; convirtió a incontables personas, sobre todo padres de familia, en mentirosos, justo cuando se celebra que nació Aquel que pidió: “di sí cuando es sí y no cuando es no, lo demás es del Maligno”(Mt 5, 37), y por último, y lo más grave, propició que en no pocos casos, cuando los niños descubran que los mayores se aprovecharon de su ingenuidad para engañarlos, les pierdan la confianza al grado de dudar si Dios existe o también es inventado.
Es hora de rescatar la Navidad. Rescatar al Niño del rincón al que pretenden desplazarlo, y colocarlo al centro. Ello implica dar importancia a la Misa de Navidad por encima de cualquier otra celebración. Al Nacimiento por encima de cualquier otra decoración. Recuperar la tradición de leer el Evangelio, arrullar al Niño, ofrecerle un regalo espiritual. Tener presente que lo demás no es esencial, no son fines, sino medios que deben conducirnos a Jesús. Por ejemplo: las luces nos recuerdan que Él es Luz del mundo (ver Jn 8, 12), los villancicos, a los coros de los Ángeles que anunciaron que nació el Salvador (ver Lc 2, 13-14), y así con todo.
Y es tiempo también de decir a los niños la verdad: que todo lo que recibimos, es gracias al Amor y providente generosidad de Dios, de nadie más.
Y que no importe qué o quién pudiera faltar, no dejemos de sentir, celebrar y agradecer que es nada más y nada menos que ¡Navidad!