Universal y unida
Alejandra María Sosa Elízaga*
Terminada la Misa sabatina de las 12pm me encanta ir al fondo de mi parroquia y pararme cerca de la puerta de entrada. Afuera en el atrio, se oye una algarabía porque están formándose para entrar, los emocionados papás y padrinos que traen a sus pequeñitos a bautizar.
Cuando por fin, con toda paciencia, el diácono logra organizarlos, les da una bella bienvenida, y hace una discreta seña al sacristán, para que haga sonar una campanita que le indique al organista, (que está en el coro, un segundo piso justo encima de la puerta y no alcanza a ver lo que ocurre abajo), que ya debe comenzar a tocar y a entonar un bello canto, cuya frase inicial dice: ‘Pueblo de reyes, asamblea santa, pueblo sacerdotal, pueblo de Dios, bendice a tu Señor.”
Comienza entonces la procesión de entrada, e ingresa al templo ese pueblo de reyes, esa asamblea santa, ese pueblo sacerdotal, ese pueblo de Dios, y me conmueve contemplar que está compuesto de las más diversas gentes: unas altas, otras bajitas, flacas, gorditas, de tez morena, de cabello rubio, lujosamente vestidas o con un vestido muy modesto, de zapatos de tacón o en huarachitos.
Me emociona comprobar lo católica, es decir, lo universal que es la Iglesia, que bajo el impulso del Espíritu Santo, supo responder a lo que Jesús le pidió, según narra la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 1, 1-11): dar testimonio de Él “hasta los últimos rincones de la tierra”, o como leemos también en el Evangelio dominical (ver Mc 16, 15-20): ir “por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura.”
La Iglesia no congrega a las personas por su color o por su raza o por su situación geográfica, política, social o económica. Está abierta a hombres y mujeres de toda clase o condición, en el mundo entero.
Ese grupito de papás y padrinos que entran juntos y que son muy distintos unos de otros, es una pequeña muestra de la universalidad de la Iglesia.
Son personas de las más diversas condiciones, venidas de los más diversos lugares, y probablemente no se conocen entre sí, pero caminan hombro con hombro, sabiéndose hermanas, hijas de un mismo Padre, que comparten la felicidad de traer a sus chiquitos a recibir el mismo Bautismo, que los integrará a su familia, la gran familia de Dios.
También me emociona, y me da seguridad, comprobar que en la Iglesia Católica hay unidad.
A pesar de la diversidad de sus miembros, y de estar diseminada en todo el planeta, ha mantenido, por la acción del Espíritu Santo, la unidad de su fe, de su doctrina, de su liturgia.
Uno puede asistir a un Bautismo en una imponente catedral, o en una humildísima capillita hecha con varas de carrizo, y tener la certeza de que quien ha sido bautizado, sea en una o en la otra, ha pasado igualmente a formar parte del cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, y comparte, con millones de hermanos y hermanas en todo el planeta, como dice elocuentemente san Pablo en la Segunda Lectura dominical (ver Ef 4, 1-13): “Un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que reina sobre todos, actúa a través de todos y vive en todos.”
¿A poco no es para emocionarse?