Testigos felices
Alejandra María Sosa Elízaga*
“Yo mejor no digo nada para que no me critiquen”, “mejor lo hago sin que nadie se dé cuenta, no sea que se burlen de mí”; “esto es algo muy personal, si nadie se entera, mejor”.
Son frases que suele decir la gente que teme recibir críticas y burlas o ser excluida de algún grupo de colegas o amigos, si éstos se enteran de que es católica y de que practica su fe.
Y así, opta por callar cuando en la sobremesa alguien se pone a atacar a la Iglesia; prefiere quedarse sin Misa el domingo que salirse de una reunión y tener que explicar a dónde va; se ríe como todos de los chistes contra la religión, y primero muerta que alzar la voz para defender aquello en lo que dice creer.
Le horroriza la sola idea de ser mirada con ojos de desaprobación, ser considerada ‘mocha’, que se rían de ella, en su cara o a sus espaldas, y hace lo que sea para evitarlo.
Qué diferente de lo que narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este Tercer Domingo de Pascua (ver Hch 5, 27-32- 40-41).
Dice que a Pedro y a los apóstoles se les prohibió enseñar en nombre de Jesús, y como no hicieron caso, fueron aprehendidos y azotados.
Llama la atención que ellos no sólo no se avergonzaban ni ocultaban su fe, sino que la proclamaban a pesar de las consecuencias, más aún, ¡gozaban las consecuencias!
Tras de ser azotados, salieron de allí: “felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús”.
¿Cómo es posible que estuvieran felices si recibieron tremendos azotes que les desgarraron la piel y les han de haber producido hemorragias y dolor insoportable?, ¿eran masoquistas?’
No, no eran masoquistas.
No les producía felicidad el ser azotados en sí, sino el padecer por Jesús.
Se sentían contentos de poder reciprocar, dar algo por Aquel que por ellos lo dio todo, padecer un poco por Aquel que por ellos padeció hasta dar Su vida.
Se cumplió aquí lo que Jesús pidió: alegrarse cuando fueran injuriados por Su causa, porque en el cielo recibirían una recompensa grande (ver Mt 5, 11-12).
Y podemos estar seguros de que la felicidad de Pedro y los apóstoles después de ser azotados, no pasó desapercibida.
Su inexplicable actitud dejó sin duda pasmados a quienes los azotaron, y luego a quienes éstos se lo contaron.
Su testimonio fue mudo, pero ¡qué fuerte tuvo que hablar a las conciencias!, ¡con cuanta elocuencia!
Lo mismo sucede hoy en día, con miles de cristianos que no niegan su fe, aun cuando saben que por ella sufrirán una feroz persecución, torturas e incluso la muerte.
Y tampoco ese testimonio ha pasado desapercibido, y no pocos de sus perseguidores se han arrepentido y convertido.
Ante estos hechos, da pena el católico vergonzante que sólo por ahorrarse una mirada de desaprobación o una mueca de desdén, oculta o niega su fe, y se limita a practicarla donde y cuando nadie lo vea, casi casi ¡ni Dios!
Priva a otros de un testimonio que de momento puede acarrearle rechazo, sí, pero que indudablemente siembra una semilla que quién sabe cuándo pueda germinar y dar fruto.
Abundan los casos de personas que atribuyen su conversión al ejemplo que un día les dio un familiar, amigo o conocido católico, del que de momento se burlaron, pero cuya congruencia para vivir su fe los impactó.
¡Dios cuenta con nosotros para evangelizar a aquellos que pone a nuestro alrededor!
Quiere que un niño anime a su compañerito de juegos a conocer a su Amigo Jesús; que una adolescente comparta con sus amigas su música católica favorita; que un chavo universitario se atreva a sacar del error al maestro o compañeros que tienen ideas equivocadas acerca de la Iglesia; que una señora de la tercera edad (juventud acumulada, diría mi mamá), no dude en orar por, y con, una vecina que tiene sus mismos achaques, penas y edad.
Si por temor a ser criticados se quedan callados, ¡dejan perder una gran oportunidad, y un día tendrán que dar cuentas de las semillas que dejaron sin sembrar!
Pensar que nuestro testimonio de fe tal vez sea mal recibido, no debe ser razón para no darlo.
Hay cincuenta por ciento de posibilidades de que sea aceptado, en cuyo caso habremos acercado a alguien al Señor.
Y hay cincuenta por ciento de posibilidades de que sea rechazado, en cuyo caso nuestro esfuerzo no será en vano, porque al Señor no le pasará desapercibido, y un día recibiremos la recompensa grande que nos ha prometido.