Ascensión
Alejandra María Sosa Elízaga**
Si Jesús se hubiera alejado caminando, Sus apóstoles hubieran ido, literalmente, tras Sus huellas. Pedro, por ejemplo, que le había dicho que quería seguirlo (ver Jn 13, 36-37), se hubiera pasado la vida preguntando en todos los pueblos habidos y por haber, si no había pasado por ahí su Maestro, tratando de encontrarlo.
Si Jesús se les hubiera desaparecido, como se les desapareció a los caminantes de Emaús (ver Lc 24, 31), se hubieran quedado esperando que se les volviera a aparecer, como se les volvió a aparecer cuando estaban todos reunidos comentando lo sucedido en Emaús (ver Lc 24, 35-36).
Pero ni se fue caminando ni se les desapareció, eligió otro modo de separarse de ellos, y lo eligió, típico de Él, porque era lo mejor para Sus apóstoles (y también para nosotros).
Hizo que lo vieran subir al cielo, según narran san Lucas y san Marcos en las Lecturas que se proclaman este domingo en Misa (ver Hch 1, 1-11; Mc 16, 15-20).
Consideremos esto: según las Sagradas Escrituras del pueblo judío (lo que viene siendo para nosotros el Antiguo Testamento), Dios habita en el cielo (ver por ejemplo: Sal 8,2; 11, 4; 33,13; 115,3).
La Iglesia Católica enseña que el cielo no es propiamente un lugar, sino una manera de expresar que Dios está en una dimensión muy superior a la nuestra, más allá de nuestro alcance o comprensión, pero los contemporáneos de Jesús interpretaban literalmente que Dios habitara en el cielo, así que Jesús condescendió a esa manera de pensar.
Recordemos que les enseñó a Sus apóstoles a orar: “Padre nuestro, que estás en el cielo” (Mt 6, 9). Y como les anunció: “Yo salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 16, 28), qué mejor que hacerles ver que realmente subía al cielo, a donde ellos pensaban que habitaba el Padre.
La Ascensión de Jesús fue para ellos motivo de gran gozo (ver Lc 24, 52). ¿Por qué?
En primer lugar, porque no les cupo ya la menor duda de que era Dios. Verlo subir al cielo fue para ellos más elocuente que mil palabras.
Y en segundo lugar, porque no interpretaron que Jesús subiera al cielo para alejarse o desentenderse de ellos. Abundan los ejemplos en las Escrituras en los que queda claro que desde el cielo, Dios está atento a lo que sucede a Su pueblo y escucha a quien clama a Él (ver 1Re 8, 49; Neh 9, 27-28).
También a nosotros, la Ascensión nos mueve a considerar que así como dondequiera que estemos en este mundo, estamos bajo el cielo, así también podemos estar seguros de que donde sea que nos encontremos, estamos bajo la mirada amorosa del Señor, de Aquel que aunque subió al cielo no deja de cumplir Su promesa de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (ver Mt 28, 20).
Y si acaso le teníamos cierta envidia a los apóstoles porque durante cuarenta días tuvieron el privilegio de poder ver a Jesús Resucitado, abrazarlo, comer con Él, escucharlo y recibir Sus enseñanzas, se nos pasa enseguida al captar que a partir de la Ascensión, nada los diferencia de nosotros, pues ellos tuvieron que aprender, al igual que aprendimos nosotros, a descubrir y disfrutar día a día, la presencia invisible de Jesús; a dialogar con Él en el silencio; a abrazarlo en los hermanos, y a recibirlo en la Eucaristía.
Y no hay que olvidar que antes de subir al cielo, Jesús preparó anímicamente a Sus apóstoles, haciéndoles dos promesas maravillosas, que lo son también para nosotros: la primera, que iría a prepararles -a prepararnos- un lugar, pues en la casa de Su Padre hay muchas habitaciones (ver Jn 14, 2), y, la segunda, que al irse enviaría al Espíritu Santo, nuestro Abogado, nuestro Consolador (ver Jn 14, 16; 16,7).
Ya sabemos que cumplió la segunda, lo recordamos y celebramos cada año en Pentecostés. Y de la primera aguardamos con ilusión el día feliz de festejar desde el cielo su cumplimiento. La Ascensión nos permite vivir en la gozosa esperanza de que así como Cristo, del que san Pablo dice que es cabeza de la Iglesia y el primero en todo (ver Col 1, 18), ya entró en el cielo, podamos un día entrar también nosotros.
Como dice el Papa Francisco:
“La Ascensión de Jesús al Cielo nos hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios. Él nos abrió el camino. Él es como un jefe de cordada cuando se escala una montaña, que ha llegado a la cima y nos atrae hacia sí conduciéndonos a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él, estamos ciertos de hallarnos en manos seguras, en manos de nuestro Salvador” (Papa Francisco, Audiencia General, 17 abr 13).