Encargo compartido
Alejandra María Sosa Elízaga**
No tenía carne, pero no desmerecía nada en tamaño y sabrosura, una hamburguesa de soya y ensalada que me estaba comiendo en compañía de unos amigos, en la mesa de un pequeño restaurante frente a una ventana.
Pero justo cuando abría grande la boca para tratar de abarcar todas las capas de verduras en un primer bocado, mis ojos se toparon con los ojos de una mujer indígena, que pasaba caminando despacio, afuera, en la calle, con su chamaquito a la espalda, envuelto en un rebozo.
Nos miramos por unos segundos, muy pocos, porque ella siguió de largo y desapareció entre la gente.
Pero fue lo suficiente para que se me quedara grabada su mirada y me diera vergüenza estar comiendo cuando ella quién sabe cuándo, si acaso, había comido.
No fue posible alcanzarla, sólo recordarla, en especial hoy, cuando leo en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 12, 32-48), que Jesús habla de un administrador cuyo patrón le encarga repartir los alimentos a los otros empleados.
Dice que si realiza bien su encomienda, será premiado, pero si abusa, si emplea para su propio beneficio lo que le ha sido dado a administrar, será “severamente castigado”, y se “le hará correr la misma suerte que a los hombres desleales” (Lc 12, 46).
Es significativo que Jesús mencione la deslealtad, porque cabe pensar que no sólo se refiere a la falta de lealtad de este administrador hacia su patrón, sino también hacia sus compañeros.
Lo que él consumió de más, dejó menos para los demás, tal vez nada.
Puso en evidencia su falta de solidaridad, de fraternidad, de amor.
Y pone en evidencia también la nuestra, la mía, quizá la tuya.
Ésta es otra de esas parábolas de Jesús que escuchamos el domingo y racionalizamos el lunes: ‘no es para tanto’, ‘no hay que tomarla al pie de la letra’, ‘es para otros, no para mí’.
Pero por encima de nuestras excusas, por encima de lo que nos estamos llevando a la boca, está la mirada de los que no nos permiten olvidar que somos administradores, no dueños, de los dones y bienes que Dios nos ha encargado.
Cuando leo en la Biblia, que en la primera comunidad cristiana “nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era común entre ellos” (Hch 4, 32), me pregunto en qué momento eso dejó de ser así, en qué momento todo cambió y los cristianos dejaron, dejamos, de atender la invitación de Jesús de vender los bienes (es decir, lo que todavía está bueno, no viejo, roto o inservible), para dar limosna (palabra que significa ‘misericordia de Dios’, no dádiva minúscula que se da por lástima); cuándo empezamos a poner oídos sordos a Su llamado a confiar en la amorosa providencia de Dios; cuando cesamos de hacer lo posible (no se diga lo imposible) para que no haya desigualdad, cuándo nos conformamos, nos acostumbramos, a ver como ‘normal’ que unos tengan de sobra y otros vivan de sobras.
Duele reconocerlo, pero como administradores de los bienes de Dios hemos hecho un pésimo trabajo.
El otro día, un periodista escribió que al contemplar los tres millones de jóvenes reunidos en la playa de Copacabana, durante la Jornada Mundial de la Juventud, pensó que si el Papa Francisco fuera capaz de motivar así a los mil doscientos millones de católicos de todo el planeta, tendría un ejército formidable con el que podría cambiar el mundo.
Ojalá ese periodista sea profeta.
Y es que resulta incomprensible que el cristianismo comenzara con 12 discípulos que con la gracia de Dios lograron convertir a miles de gentes y realmente impactaron su mundo, y hoy que cabría esperar mucho más porque somos alrededor de 1,200,000,000 (mil doscientos millones), y a aquel mismo número 12, le siguen ahora ¡ocho ceros!, bien podrían estar a su izquierda, porque no parecen hacer gran diferencia.
Y no me refiero a la Iglesia y organizaciones católicas que en todo el mundo sí hacen una grandísima diferencia ofreciendo asistencia eficaz, oportuna y gratuita a quienes la requieren (la Iglesia Católica es la institución no gubernamental que más ayuda ofrece, sin distinción de credos, razas, situación económica, política, etc. a través de hospitales, asilos, centros de asistencia de toda clase, apoyo a damnificados, etc.), sino me refiero a los fieles en general, a los que se dicen católicos pero viven como si no lo fueran.
¿Por qué no estamos impactando el mundo?, ¿por qué los países de mayoría católica, más aún, cristiana, no se diferencian de los otros en que no haya pobres, en que nadie pase hambre, en que haya una genuina preocupación por las personas más necesitadas? ¿Por qué en nuestras ciudades, en nuestras colonias, en las calles que transitamos diariamente, sigue habiendo hermanos en situación de miseria, a los que nadie les tiende la mano?
El Papa Francisco no se cansa de denunciar este escándalo, que sea noticia un desplome en la bolsa de valores, y no sea noticia que un niño no tenga que comer y se desplome de debilidad, muera de inanición.
¿En qué momento nos acostumbramos?, ¿cuándo entraron al quite nuestros mecanismos de defensa para no sentirnos mal, y nos dijimos que ya ni modo, que así son las cosas y no hay remedio, que nosotros ¿qué podemos hacer?
Urge que nos dejemos de justificaciones y nos hagamos esa última pregunta, pero no en tono de resignada desesperanza, alzando los hombros y desviando la mirada, sino pensando en serio, buscando, planeando una tarea concreta, posible, a nuestro alcance, que pueda hacer la diferencia hoy, si no en el mundo entero, al menos sí en nuestro rincón del mundo.
Preguntarnos de veras, nosotros, ¿qué podemos hacer?, ¿qué vamos, que voy, que vas a hacer?