Encuentro decisivo
Alejandra María Sosa Elízaga**
Publicado en "Desde la Fe", Semanario de la Arquidiócesis de México,
Dom 15 enero 2012, año XVII, n.777, p.7
¿Te acuerdas dónde conociste a tu primer amor?, ¿a tu mejor amigo?, ¿a tu cónyuge?
Es una pregunta a la que nadie me ha respondido con un “no”, y me ha sorprendido que muchos señores, que por lo general no pecan de detallistas, son capaces de recordar hasta los más mínimos detalles de aquel primer encuentro.
¿Por qué?
Porque hay encuentros que te cambian la vida, después de los cuales ya no sigues igual porque marcan un “antes” y un “después” en tu existencia, y eso los hace inolvidables.
De unos encuentros así nos hablan las Lecturas que se proclaman este domingo en Misa.
La Primera Lectura (ver 1Sam 3, 3-10.19) nos cuenta cómo fue la primera vez que se encontró con Dios el joven Samuel, quien con el tiempo llegaría a ser un gran profeta pero que en esta primera ocasión todavía no sabía reconocer la voz de Dios, creía que lo estaba llamando el sacerdote para el cual trabajaba, y al pobre no lo dejó pegar los ojos en toda la noche.
Por su parte el Evangelio (ver Jn 1, 35-42) nos cuenta el momento exacto en el que dos discípulos de Juan el Bautista comenzaron a seguir a Jesús y se quedaron con Él.
Tenemos aquí dos ejemplos distintos de encuentros con Dios después de los cuales se transformó la vida de aquellos que los vivieron, pero no pensemos que esto se dio en “automático”, sólo por estar en la presencia del Señor; ha habido muchos que se han topado con Él y han seguido “en las mismas”.
Hay que notar que en ambos casos se dio lo que se necesita para que ese encuentro con Dios sea de veras significativo: total disponibilidad.
Cada vez que Dios llamó a Samuel éste se levantó de inmediato, aunque todavía no sabía que era Él quien lo llamaba.
Y cuando Jesús preguntó a aquellos discípulos: “¿qué buscan?”, no le contestaron: “nada, nomás aquí paseando”, sino le preguntaron: “¿dónde vives?”, y no por mera curiosidad ni porque fueran empleados del INEGI levantando un censo, sino porque querían saber dónde poder encontrarlo.
Y tanto Samuel como aquellos discípulos recibieron indicaciones a las que hicieron caso y que son las que marcaron toda la diferencia.
A Samuel se le pidió responder al llamado del Señor diciendo: “Habla, Señor, Tu siervo te escucha” (1Sam 3,10), y a los discípulos les pidió Jesús: “Vengan a ver” (Jn 1,39).
Dos invitaciones que implicaban, por una parte, abrir el oído y el corazón a la voz del Señor y, por otra parte, no conformarse con saber dónde estaba, sino ir a ver, en otras palabras, comprobarlo por sí mismos.
Estas dos invitaciones siguen vigentes hoy para nosotros.
Es preocupante que hay muchos creyentes que lo son por inercia, porque nacieron en una familia cristiana, pero para ellos Dios es una especie de “amigo de sus papás” con el que conviven un ratito los domingos, pero con el que no tienen ninguna relación personal y del cual es fácil alejarse y olvidarse.
Les hace falta darse la oportunidad de descubrir que puede convertirse en amigo suyo también, y no sólo uno más sino el mejor, porque Su amistad es, como ninguna otra, fiel, solidaria, incondicional y se puede contar con ella siempre, porque a diferencia de los amigos de este mundo Él ni se muere ni se va.
¿Qué hacer para lograr esto?
Buscarlo, aceptar Su invitación de ir a ver a dónde vive y comprobar que es posible encontrarlo al escuchar Su Palabra, al entrar en comunión con Él en la Eucaristía, al visitarlo en el Sagrario, al dialogar con Él en lo más íntimo.
Sólo así será posible tener ese encuentro decisivo que transforme la existencia bajo la luz de Su amorosa presencia.
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