y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Pedir ayuda o perderse

Alejandra María Sosa Elízaga**

Pedir ayuda o perderse
  • Vamos a preguntar. 
  • No, si ya sé por dónde es.
  • Lo mismo dijiste hace rato.
  • Sí pero ahora ya me orienté.
  • Es la segunda vez que pasamos por esta esquina.
  • Imaginaciones tuyas, yo creo que vamos bien.
  • Pues a mí me parece como que nomás estamos dando vueltas...

Esta conversación que suele tener lugar cuando un conductor se empeña en demostrar (por lo general a su novia o esposa) que sabe muy bien por dónde va, aunque en realidad no tiene ni idea, expresa una realidad muy común: hay mucha gente a la que le gusta sentir que se basta sola, que no necesita de nadie para llegar a donde quiere ir.

Y esa actitud, que en la vida cotidiana puede ocasionar simplemente llegar tarde, en la vida espiritual puede resultar desastrosa, puede provocar sencillamente no llegar.

En estos tiempos en los que impera la mentalidad de “hágalo Ud. mismo”, se han puesto de moda cursos de superación personal en los que se convence a los asistentes de que ellos son sus propios amos, y mucha gente vive convencida de que no necesita de Dios ni de la Iglesia ni de nadie que le diga qué hacer o por dónde caminar, llama la atención lo que leemos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 2, 1-12): 

que unos Sabios de Oriente que avistaron en el cielo una nueva estrella, interpretaron su aparición como señal del nacimiento de un rey al que debían ir a conocer y adorar, y emprendieron un viaje guiados por dicha estrella, cuando llegaron a Jerusalén pidieron indicaciones para averiguar a dónde estaba el rey, ¡se atrevieron a preguntar!

Es inaudito. Considera esto: Si creyeras que a ti te está iluminando el camino una luz celestial, seguramente sentirías que no necesitabas instrucciones de nadie, ellos en cambio las pidieron.

Y resulta significativo que preguntaron a Herodes, él a su vez consultó a los sumos sacerdotes y escribas, y éstos señalaron el lugar exacto, pero ninguno los acompañó.

Seguramente a los viajeros les ha de haber extrañado y tal vez decepcionado, la incoherencia de esos hombres que sabían dónde había nacido nada menos que un rey y ¡no iban a verlo!, pero no por ello dejaron de seguir sus instrucciones.

Hoy en día, también hay quien se decepciona por la incoherencia o la falta de buen testimonio de algún sacerdote, y tal vez se pregunta, ¿por qué debo confesarme con éste al que por lo que se ve le hace más falta que a mí la Confesión?, ¿por qué debo recibir la Comunión de éste al que le falta caridad o devoción?

Quienes por el mal testimonio de un sacerdote se sienten tentados a establecer su propia relación con Dios y ya no dejarse guiar por la Iglesia, deben tomar en cuenta que la validez de los Sacramentos no depende de la santidad de quienes los administran, y que así como a pesar de sus limitaciones y defectos, los sumos sacerdotes y escribas supieron interpretar correctamente la Escritura y guiar a los sabios de Oriente hacia donde estaba el rey, del mismo modo hoy en día, independientemente de que sean santos o pecadores, los sacerdotes saben guiarnos hacia donde está el Rey.

Y así, por ejemplo en la Confesión, nos conducen hacia Su abrazo; en Misa nos conducen a Su encuentro en la Palabra, en la Eucaristía, en la comunidad convocada por Él.

Prescindir de su ayuda es como tratar de ir de una ciudad a otra abriendo brecha a través del monte en lugar de aprovechar una supercarretera bien trazada, amplia y gratuita.

Para poema suena bonito eso de “se hace camino al andar”, pero en la vida espiritual resulta fatigoso e inútil tratar de orientarse por cuenta propia, sin pedir ayuda de nadie, teniendo a la Iglesia que no sólo nos indica por dónde caminar, sino nos da lo necesario para llegar.

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