Perdón recompensado
Alejandra María Sosa Elízaga*

¿Me dejó de hablar? Pues yo tampoco le hablo.
¿Ya no me saluda? Pues yo me volteo para otro lado.
¿Se dedica a hablar mal de mí a mis espaldas? Pues ¡que se cuide!, porque le sé algunas cosas y me voy a poner a platicarlas...
Estas frases, inspiradas por el enojo, suelen ser muy comunes.
Ante la mala actitud de una persona que nos ha ofendido o que quiere castigarnos con ‘el látigo de su silencio’, nos dan ganas de reaccionar de la misma manera, para que vea lo que se siente.
Pero caer en venganzas no es lo que espera Jesús de nosotros.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 6, 27-38), nos pide: “Amen a Sus enemigos, hagan el bien a los que los aborrecen, bendigan a quienes los maldicen y oren por quienes los difaman.”
Y tal vez más de alguno se pregunte: ‘¿pero cómo voy a amar a ese tal por cual que me hace la vida imposible?, ¿a ésa, que se empeña en fastidiarme?’
La respuesta es que para amar no es requisito que la persona nos caiga bien, que nos guste cómo es, lo que dice o hace.
Amar, en sentido cristiano, consiste en desear y procurar, en la medida de lo posible, su bien. Y el mayor bien que puede haber es su salvación.
Así que aunque alguien nos ‘caiga en el hígado’ y ‘no lo traguemos’, podemos de todos modos amarle, desearle bien, encomendarle a Dios (pero ojo, no para pedirle, dizque muy piadosamente, que ya ‘lo recoja’, sino que le dé Su bendición).
Suena muy difícil, incluso imposible devolver bien por mal, pero así suelen ser las cosas de Dios, antes de que nos animemos a realizarlas, nos da la falsa impresión de que no lo vamos a lograr (el méndigo chamuco nos susurra en el oído: ‘¡ni lo intentes, que no podrás y además esa gente no merece tu perdón!). ¡Ah!, pero es que se nos olvida que cuando Dios nos pide algo, nos da Su gracia, no sólo para lograrlo, sino también para vencer la tentación de no intentarlo.
Y así, en este caso, cuando te decides a perdonar en lugar de guardar rencor, a bendecir, en lugar de maldecir, te das cuenta de que no te está costando el trabajo que creías que te costaría, es más, hasta te descubres haciéndolo con facilidad y alegría.
Y, lo mejor de todo: quedas luego con una gran satisfacción, con verdadera paz en el corazón.
La Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo narra un pedacito de una historia que nos da un buen ejemplo de esto (ver 1Sam 26, 2.7-9.12-13.22-23).
El rey Saúl, que había sido rechazado por Dios como rey porque lo desobedeció, se sentía celoso de David porque a éste la gente lo aclamaba por haber matado al gigante filisteo Goliat. Saúl buscaba a David para matarlo, y éste se vio obligado a huir. Aquí entra lo que narra la Lectura dominical: Una noche, David descubrió que Saúl y sus hombres, estaban durmiendo en una cueva. Tenía la oportunidad de matarlo y no lo hizo. Allí termina la Lectura, pero si continuamos leyendo el texto en la Biblia, descubrimos que el hecho de que David le perdonara la vida, hizo ver al rey Saúl que David no se merecía su odio, y cambió de actitud hacia él y lo bendijo. Y aunque luego la historia dio algunas vueltas, tuvo un final feliz: David llegó a ser rey.
Todo lo que Dios nos pide es siempre para bien, y nos hace sentir bien.
Qué tontos somos si nos resistimos y nos aferramos a nuestros resentimientos.
Tratemos a los demás como nos gustaría ser tratados, seamos misericordiosos, y nuestro
Padre nos recompensará, siendo aún más misericordioso con nosotros, pues a Él nadie le gana en generosidad.
(Del libro “Dios a nuestro lado”, Col. Reflexión documental, ciclo C, Ediciones 72, p.47, México, disponible en Amazon)