Recados
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Te ha sucedido que algo que has dicho o hecho ha lastimado a algún amigo o amiga del alma, y cuando lo dijiste o hiciste te diste cuenta y te arrepentiste de inmediato pero ya no había remedio?
Algo así le sucedió a Pedro según nos ha narrado tres veces el Evangelio en los últimos días: el Domingo de Ramos, el martes de Semana Santa y el Viernes Santo.
En la Última Cena cuando Jesús anunció que todos lo abandonarían, Pedro aseguró que él no sólo no lo abandonaría, sino que daría la vida por Él. Jesús le exhortó suavemente a no presumir, avisándole que antes de que el gallo cantara dos veces él lo negaría tres, pero Pedro no lo aceptó; estaba demasiado confiado en sus propias fuerzas y en su amor por el Maestro.
Más tarde, cuando Jesús fue aprehendido y se lo llevaron, Pedro lo siguió, pero de lejos para no comprometerse, y cuando alguien lo reconoció y lo señaló públicamente como uno de los seguidores de Jesús, lo negó.
Cantó entonces el gallo una primera vez: se le dio así la oportunidad para recordar las palabras del Señor y enmendarse a tiempo, pero la desaprovechó.
Luego dos veces más fue señalado y dos veces más no sólo negó conocer a Jesús, sino que incluso lo hizo echando "maldiciones y juramentos" (Mc 14,71). Cantó entonces el gallo por segunda vez y fue entonces cuando Pedro se dio cuenta cabal de que se había cumplido su anunciada caída y, avergonzado, rompió a llorar.
¿Qué queda cuando ya se dijo o se hizo algo hiriente? Uno no puede cambiar aquello, por mucho que quisiera, no es posible regresar el tiempo para borrar las palabras o los hechos; y tampoco cabe esperar que a la persona herida se le olvide. Hay frases o acciones que sin querer se encajan en los recuerdos como una espina que duele cada vez que se toca.
¿Qué queda entonces? ¿Cargar irremediablemente con la culpa y el remordimiento? ¿Caer en la desesperanza? No. Queda todavía una salida: esperar lo inesperado, recibir lo inmerecido: el perdón. Un perdón gratuito, sanador, total; un perdón que no deje duda al ofensor de que ha sido perdonado. Un perdón como el que le dio Jesús a Pedro.
Cuenta el Evangelio que se proclama en la Vigilia Pascual (ver Mc 16, 1-7) que cuando al amanecer del domingo algunas mujeres llegaron al sepulcro con intención de embalsamar el cadáver de Jesús, encontraron el sepulcro vacío y a un joven vestido de blanco que les pidió que no tuvieran miedo, les reveló que Jesús no estaba allí pues había resucitado, y les dio un recado de Su parte: "Vayan a decirles a Sus discípulos y a Pedro: 'Él irá delante de ustedes a Galilea. Allá lo verán" (Mc 16,7).
Llama la atención ese: “y a Pedro”. ¿Por qué lo menciona en forma especial? Porque quería dejarle bien claro que el recado lo incluía a él, que lo había perdonado, que quería verlo.
Es que pensemos por un momento cómo se ha de haber sentido Pedro la noche en que negó a su Señor. Se fue llorando, quizá a su casa. Solo. Demasiado abochornado como para contarle a alguien lo que había hecho y mucho menos para mirar a los ojos a los otros discípulos, no se diga a María, la Madre de Aquel de quien se acababa de deslindar tan escandalosamente.
Y quizá se sentó en su camastro, sin prender ni una luz, envuelto en sombras por fuera y por dentro, decepcionado de sí mismo, repasando una y otra vez sus fanfarronadas durante la cena y sus groseros juramentos después.
Posiblemente se pasó la noche en vela, desgarrándose el alma, recordando que de Jesús sólo había recibido bendiciones, y ¡qué mal había correspondido! Y lo peor de todo es que a pesar de sentirse muy apenado, ni aun entonces se atrevía a ir a dar la cara por Él. Seguía aterrado, sumido en una debilidad que detestaba pero de la que por sí mismo no podía salir.
Quizá por ello no se le menciona en los relatos del Calvario; no fue él, sino un desconocido el que ayudó a Jesús a cargar el madero; no fue él, sino Juan quien estuvo con María al pie de la cruz; no fue él, sino José de Arimatea quien solicitó a Pilato el cuerpo de Jesús, lo descolgó y, acompañado de Nicodemo, le dio sepultura; no fue él, sino las mujeres quienes se fijaron en dónde lo ponían.
Pedro ha de haber estado sumido en una profunda tiniebla de la que nadie podía sacarlo, sólo Aquel que vino a este mundo a romper con Su Luz la oscuridad; sólo Aquel que mantuvo intacto Su amor aun después de ser objeto de una triple negación; sólo Aquel que no sólo lo comprendió, sino lo perdonó y quiso hacérselo saber.
Y así, cuando alguien fue a darle a Pedro la noticia de que Jesús resucitó y los esperaba en Galilea, quizá la primera reacción del apóstol fue negarse a ir pensando que no tenía 'cara' con qué presentarse ante Jesús. Pero cuando le dieron la segunda parte del recado, ha de haber preguntado, como no creyendo: ‘¿a mí?, ¿dijo especialmente que también quería verme a mí?, a ver repítemelo, ¿cómo fue que dijo?’
¡Uy! ¡Cómo le habrá cambiado la cara! ¿Te la imaginas? Es la favorita de Dios, la que ponemos cuando correspondemos mal a Su fidelidad y descubrimos azorados que sin embargo no nos abandona, se mantiene fiel, nos da otra oportunidad; la que ponemos cuando salimos del confesionario sabiéndonos incondicionalmente amados y perdonados; la que podemos poner este Domingo de Pascua al oír el misericordioso recado que le envió a Pedro. porque no es sólo para él.
Tenemos una cita con el Resucitado, y nuestros pecados no son pretexto para no acudir a la iglesia. Jesús ya los conoce y aun así nos ha mandado avisar que nos espera allí. Sí, en especial a nosotros. A ti y a mí.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Como Él nos ama”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 65, disponible en Amazon).