Fe y perseverancia
Alejandra María Sosa Elízaga*
Hace algunos días, en la Misa de entre semana, leímos el Evangelio que se proclama este domingo (ver Mt 15, 21-28), y alguien comentó que ese texto mostraba que Jesús discriminaba a las personas; luego puso varios ejemplos de personas que discriminan, pidió que pidiéramos por ellas, y por quienes son discriminados, y de remate dijo que lo bueno fue que Jesús se arrepintió, que éste era ‘el Evangelio de la conversión de Jesús’.
No comparto su opinión. No me parece adecuado hablar de ‘conversión’ tratándose de Jesús, que es Dios. Y tampoco creo que este Evangelio muestre que Jesús discriminaba.
No hemos de proyectar en el Señor nuestras propias limitaciones y miserias, ni juzgarlo con criterios humanos.
Para tratar de entender este pasaje bíblico, propondría tomar en cuenta lo siguiente:
De entrada Jesús fue voluntariamente a la región de Tiro y de Sidón, es decir, a territorio pagano (no judío), donde sin duda sabía que se encontraría con extranjeros, lo cual prueba que ni los despreciaba ni los discriminaba.
Cuando le salió al encuentro la mujer cananea que le pedía ayuda, Jesús dijo, y no a ella sino a Sus discípulos, que le estaban pidiendo que la atendiera, que Él había sido enviado a las “ovejas perdidas de la casa de Israel”.
Si le hubiera dicho a la mujer que solamente había sido enviado para las mejores ovejas, eso podría haberla hecho sentir que no era suficientemente buena para ser atendida. Pero al decir Jesús que había sido enviado a las descarriadas, ella pudo captar (en el sentido de oír y de entender), que si no la atendía no era por desprecio o discriminación, sino porque estaba dedicándose a otra misión.
Ahora bien, el que ella no perteneciera a la casa de Israel, no le cerraba definitivamente la puerta, como lo vemos en la Primera Lectura dominical (ver Is 56, 1.6-7). Por medio del profeta Isaías, Dios había anunciado: “A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, a los que guardan el sábado sin profanarlo y se mantienen fieles a Mi alianza, los conduciré a Mi monte santo y los llenaré de alegría en Mi casa de oración...Mi casa será casa de oración para todos los pueblos”.
Tal vez ella era de esos extranjeros adheridos al Señor. Jesús le dio la oportunidad de demostrarlo al mencionar a los ‘perritos’, usando un diminutivo cariñoso para matizar y distanciarse del término despectivo con que el pueblo judío solía llamar a los paganos: ‘perros incircuncisos’.
Al parecer ella estaba familiarizada con los textos de la Sagrada Escritura que hablaban del banquete prometido por Dios, del que participarían todos los pueblos (ver Is 25, 6-7) y tal vez también había comprendido que Dios había designado a Israel para, por así decirlo, ser el primero en sentarse a Su mesa, pero no para apropiarse del banquete, sino para invitar a otros pueblos a compartir su abundancia.
Así que ella no se dio por ofendida, y con astucia femenina usó el mismísimo argumento de Jesús para conmoverlo. Al aceptar ser comparada con un ‘perrito, se reconoció sin derecho a exigir lo que estaba destinado a los hijos, pero dejó claro que esperaba lo que misericordiosamente dan los amos a sus mascotas.
Su humildad, su genuina certeza de no merecer nada, y su perseverancia en pedir lo que necesitaba, con absoluta confianza en la misericordia de Jesús lograron su objetivo. Y Jesús, admirado de la fe de esta mujer, le concedió lo que ésta le había pedido.
Jesús no necesitaba conversión, ¡qué locura pensar eso! Desde el principio mostró Su buena voluntad, al ir a ese territorio y al elegir cuidadosamente Sus palabras para no quitarle la esperanza a aquella mujer pagana. Y si tardó en concederle lo que ella pedía, fue porque quería comprobar la solidez de su fe.
Este pasaje refleja algo que suele sucedernos. Malinterpretamos el silencio de Dios, lo tomamos por indiferencia, desprecio y hasta discriminación. Y pasamos de la molestia a la indignación y a la desesperanza, cuando lo que debíamos hacer es lo que hizo esta mujer: Orar con fe firme y de todo corazón y, sin importar cuánto se tarde la respuesta del Señor, perseverar en la oración.
(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Sed de Dios”, Col. ‘Reflexión dominical’, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 129, disponible en Amazon).