Noche de día
Alejandra María Sosa Elízaga*
Cuando uno lo contempla con atención no puede menos que preguntarse: '¿qué pasa aquí?, ¿cómo es que abajo está tan oscuro si el cielo está tan luminoso?'
Se trata del provocativo cuadro 'El imperio de las luces' (L'Empire des Lumières) del pintor surrealista francés René Magritte, obra en la que bajo un cielo azul cuyas blancas nubes no hacen sino acentuar su diurna claridad, se adivina por su contorno un paisaje arbolado sumido en la negrura, al centro del cual está una casa frente a la que un farolito arroja algo de luz.
El cuadro plantea un aparente imposible, pero luego de leer el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 9, 1-41) se descubre que desgraciadamente sí es posible permanecer en la noche aunque haya amanecido.
San Juan dedica todo un capítulo a narrarnos un suceso en el que vemos cómo se cumple lo que anunció en el Prólogo de su Evangelio: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre...Vino a Su casa y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en Su Nombre...” (Jn 1, 9.11-12).
Todo comienza cuando Jesús pasa junto a un ciego de nacimiento. Los discípulos le hacen una pregunta dando por hecho que el ciego está así porque se lo merece, y Jesús les hace ver que no es así, que a diferencia de lo que creen Sus contemporáneos, una enfermedad, una discapacidad no debe ser considerada como castigo por los pecados sino como posibilidad para que se manifieste el amor y el poder de Dios.
Como prueba de ello, Jesús hace lodo, unta los ojos del ciego, lo envía a lavarse y cuando éste obedece, queda curado.
A partir de aquí, podría decirse que sucede algo semejante a lo que sucedería si hubiera personas en el paisaje del cuadro: una mirando hacia arriba y las demás hacia abajo; mientras más luz percibe la que mira hacia lo alto, menos ven los que se empeñan en no alzar la vista.
La curación del ciego, que debía haber despertado en la gente alegría y alabanzas a Jesús, provoca en cambio inquietud, dudas, recelo, enojo. Interrogan al ex-invidente quienes lo conocían, que no pueden creer que sea el mismo que antes caminaba a tientas; luego lo cuestionan los fariseos, que no quieren admitir que quien lo curó sea enviado por Dios, pues ellos tienen una idea muy estrecha de lo que puede y lo que no puede hacer Dios; también sus padres son examinados, y luego de nuevo él, y, curiosamente, conforme va respondiendo, va avanzando en su fe, va razonando, sacando conclusiones lucidísimas (como por ejemplo, que si Jesús no viniera de Dios no tendría ningún poder para curar a un ciego de nacimiento), lo cual molesta e impacienta a sus interrogadores al grado de que lo echan fuera.
Entonces se vuelve a encontrar con Jesús. Él le revela Quién es y el hombre responde en total sumisión y adoración. Qué extraordinario, tal pareciera que la luz de sus ojos fue iluminándolo también por dentro, y haciéndolo pasar de la ignorancia, de un primer “no lo sé” que respondía cuando le preguntaban acerca de Jesús, a la rotunda afirmación “Creo, Señor” con la que le expresa su total adhesión a Aquel gracias al cual ahora no sólo se le han iluminado los ojos, sino el alma.
Ahora será como ese farolito del cuadro de Magritte, lámpara encendida que busca romper la densidad nocturna. De él ya se puede afirmar lo que dice San Pablo en la Segunda Lectura: “En otro tiempo, fueron tinieblas, pero ahora, unidos al Señor, son luz” (Ef 5, 8).
Qué distinta la actitud de todos los otros, de los que se han dedicado a acosar al ex-ciego con sospechas, suspicacias e incluso insultos; de los que lo han interrogado sin ganas de descubrir la verdad; de los que cuando les ha dicho la verdad la han rechazado.
Los puede uno imaginar como habitantes del tenebroso paisaje surrealista, yendo y viniendo con la espalda encorvada por el peso de sus miedos y prejuicios y la mirada puesta en un camino que creen conocer pero que no logran distinguir porque se empeñan en mantenerse mirando hacia abajo sin levantar jamás la mirada para dejar que les penetre la claridad que viene de lo alto, sin permitir que se cumpla en ellos lo que dice el salmista: “Tu luz nos hace ver la luz” (Sal 36, 10).
Al final, el lector de este Evangelio descubre algo muy curioso: que el que al inicio estaba ciego terminó viendo perfectamente, y en él se cumplió lo que dijo Jesús: se manifestó la gloria de Dios. En cambio los que al empezar parecía que veían en realidad eran y quedaron ciegos, pero con una ceguera mucho peor que la de aquél, pues como en su soberbia no aceptaban tenerla no admitían remedio. Dice Jesús: “Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado” (Jn 9, 41).
No hay cosa más triste que vivir neciamente en la noche cuando ha llegado el día; hallar a Aquel que es Luz del mundo y mantenerse a oscuras.
(Del libro de Alejandra Ma Sosa E “Caminar sobre las aguas”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 56, disponible en Amazon)