Y yo ¿de qué me tengo que confesar?
Alejandra María Sosa Elízaga**
Mucha gente se plantea esta pregunta con muy diferente intención.
Hay quien la dice como dando a entender que no tiene pecados, así que ¿de que se tiene que confesar?, y hay quien la dice porque quiere confesarse pero no sabe de qué.
Para ambos hay semejante respuesta, pero antes de darla cabe aclarar que quien cree que no tiene pecados, suele considerar que ser católico consiste simplemente en ir a Misa dominical y si ha cumplido con eso, tiene ‘palomita’ de asistencia y está en orden. Se equivoca.
Si la Iglesia nos pide ir a Misa no es para que pasemos ‘lista’, sino para que recibamos toda la ayuda celestial que necesitamos para poder cumplir el único mandamiento que nos dejó Jesús: que nos amemos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 15,12).
Los católicos vamos a Misa no como un fin en sí mismo, sino porque allí nos encontramos con Jesús que nos abraza, nos perdona, nos habla, nos comunica Su paz y se nos da en alimento que nos fortalece y capacita para poder amar con el amor con que nos ama (de ahí que la Iglesia considere pecado grave faltar a Misa sin razón, dejarlo plantado, despreciar Su ayuda, y nos pide que la siguiente vez que asistamos a Misa no comulguemos si antes no le hemos pedido perdón en la Confesión).
Así pues, quien se pregunta de qué se tiene que confesar (sea porque cree que no tiene pecados o porque sabe que tiene pero no cuáles son) debe examinarse en el amor.
Hay que hacer un examen de conciencia y preguntarse si desde su última Confesión todo lo que ha pensado, dicho, hecho y dejado de hacer, ha sido sólo por amor, y si no es así, si a veces estuvo motivado por algo (o mucho) de egoísmo, soberbia, envidia, ira, rencor, pereza, gula, deseos de desquitarse, indiferencia hacia los sufrimientos ajenos, apego desordenado al placer, al dinero, al poder, , ... entonces debe pedirle perdón a Dios, confesarse.
Jesús instituyó la Confesión cuando les dio a Sus apóstoles el poder de perdonar los pecados (ver Jn 20,22-23; Mt 16,19 y 2Cor 5,18).
Es un Sacramento, es decir, un signo sensible del amor de Dios, por medio del cual recibimos la gracia divina que necesitamos para santificarnos. Nos ayuda a reconocer nuestras miserias, desahogarnos confesándoselas al sacerdote de quien sabemos que nos comprende, porque él también comete faltas, nos aconseja, porque ha oído de todo y tiene más experiencia que nosotros, no se las puede contar a nadie porque está impedido por el secreto de Confesión, y tiene la autoridad para perdonarnos en nombre de Dios. ¡Es algo maravilloso, verdaderamente sanador, restaurador!
Hay quien dice que prefiere ‘confesarse directo con Dios’, pero desperdicia la ayuda que le ofrece el Señor y además queda siempre con la duda de si recibió Su perdón. ¡Nada se compara con escuchar las palabras de la absolución mientras el sacerdote traza sobre ti la señal de la cruz. Sales sintiéndote realmente perdonado, liberado!
Hay quien dice: ‘¿y por qué tengo que confesarme con uno que tal vez es igual o peor pecador que yo?’. A lo que cabe responder que no es a título personal que te perdona, sino en nombre de Dios; y el hecho de que sea pecador le permite comprenderte mejor. San Pedro, el primer Papa de la historia, cometió pecados, negó a su Señor, y sin duda sus caídas le permitieron ser más compasivo con otros que también cayeron.
La Iglesia nos invita a confesarnos cuando menos una vez al año, de preferencia durante la Cuaresma. Ojalá no nos atengamos a ese mínimo, sino acudamos con mayor frecuencia a recibir el abrazo del Señor que viene siempre a nuestro encuentro para perdonarnos y arroparnos en Su amor.