Reflexión para la Segunda Semana de Adviento
Alejandra María Sosa Elízaga**
Si estuvieras al pie de un monte, tal vez se te ocurriría sentarte a contemplarlo, o caminar por sus veredas, o escalarlo si acaso está empinado, o tomarle fotos o video, pero casi casi te puedo asegurar que no se te ocurriría aplanarlo.
¿Por qué no?
Porque sabrías que es una tarea imposible para ti.
Si lo intentaras con las manos, no habrías alcanzado a arrancar ni unos cuantos pedazos de tierra y piedras, y ya los dedos te estarían doliendo y probablemente sangrando.
Si lo intentaras con una pala, ¡no acabarías nunca! y además habría partes que ni a palazos lograrías desprender.
Si lo intentaras con dinamita, te arriesgarías a volar tú en pedazos o a que te descalabrara una lluvia de piedritas y piedrotas.
Y en cualquiera de esos casos, no lograrías realmente aplanar nada, pues lo que quitaras de un lado tendrías que pasarlo a otro, y si al final consiguieras aplanar un monte, te quedaría al ladito, otro del mismo tamaño. ¡Esfuerzo inútil!
Queda claro que no servimos como aplanadores de montes, ¡qué bueno que no nos dedicamos a eso!
Pero entonces, ¿por qué en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 40, 1-5 9-11), resuena una voz que nos propone construir “una calzada para nuestro Dios”, para lo cual nos pide que “todo monte y colina se rebajen”?
¿De veras espera que hagamos eso?, ¿nosotros?
¿Por qué nos pide un imposible?
Quizá, en primer lugar, para invitarnos a reconocer que por nosotros mismos no podemos lograrlo; siempre es útil derribarnos de nuestra autosuficiencia.
Y en segundo lugar, porque aunque eso de rebajar montes y colinas no parece realizable, en realidad sí lo es.
Lo descubrimos en otro texto, también de Isaías (que por cierto se proclama este próximo jueves en Misa; ver Is 41, 13-20).
Dice Dios, por boca del profeta: “Yo, el Señor, te tengo asido por la diestra y Yo mismo soy el que te ayuda...
...Mira: te he convertido en rastrillo nuevo de dientes dobles; triturarás y pulverizarás los montes, convertirás en paja menuda las colinas. Las aventarás y se irán con el viento y el torbellino las dispersará.”
Por nosotros mismos no podríamos rebajarle ni un cachito a un monte, ¡ah, pero con la ayuda de Dios que nos fortalece, nos sostiene, nos vuelve como un rastrillo nuevo (es decir, no usado no viejito ni gastado, sino relucientemente nuevo y además de dientes ¡dobles!, ¡qué mandíbulas de tiburón ni qué ocho cuartos!), entonces, qué nos duran las montañas, las colinas! ¡Podemos volverlas polvo que se dispersa en el aire y queda en nada!
En este Segundo Domingo de Adviento, se nos invita a darle una buena revisada a la orografía de nuestro corazón, para detectar si tenemos por ahí montañas que es necesario aplanar: montañas de egoísmo o vanidad; montañas de odio, rencor y deseos de venganza; montañas de indiferencia hacia los necesitados; montañas de tristezas y desánimos...
Y si las hay, que aceptemos la ayuda de Aquel que tiene el poder de hacer lo que no podemos lograr por nosotros mismos: triturarlas, molerlas, arrojarlas al viento, y deshacer para siempre esas moles tras las que nos escondíamos, que nos servían de escudo y de barrera para alejarnos de los demás y del Señor, que quiere siempre venir a nuestro encuentro por el camino llano del amor.
PROPUESTA:
En este Segundo Domingo de Adviento, haz un buen examen de conciencia, detecta esas montañas que necesitas aplanar para prepararte al encuentro del Señor, pídele que te ayude a lograrlo con Su gracia; y haz una confesión general, con un buen confesor.