¿Somos católicos sindicalizados?
Alejandra María Sosa Elízaga*
Pudo haber dicho: ‘yo no tengo vela en este entierro, yo nomás iba pasando, esto a mí no me toca, así que ahí se ven, yo ya me voy.’ Pero no lo dijo y no se fue. Se quedó y asumió que le tocaba a él lo mismo que les tocaba a sus hermanos de fe: el martirio.
Y alguien podría pensar: ‘qué tonto, pudo zafarse y no lo hizo y por eso perdió la vida’, a lo que cabría responder que no la perdió, la ganó para Cristo. Se cumplieron en él las palabras de Jesús: “Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por Mí, la encontrará” (Mt 16, 25)
Me refiero a san Felipe de Jesús, el primer santo mexicano, a quien solemos celebrar el 5 de febrero (excepto este año, pues cayó en domingo), y del que sabemos que cuando viajaba de Filipinas a México, para ser aquí ordenado sacerdote, su barco naufragó y se vio en costas japonesas donde la fe era perseguida. El emperador ordenó que los frailes que habían llegado a quedarse a Filipinas fueran ejecutados. San Felipe pudo salvarse embarcándose hacia México pero eligió compartir el martirio por amor a Cristo.
Comentando su historia con un amigo sacerdote, reflexionábamos en que el caso de Felipe era típico de los santos, que siempre están dispuestos a solidarizarse con otros, a ayudar a los demás, a darlo todo y a padecer incluso la muerte, todo por amor a Dios. Algo muy distinto a la mentalidad del mundo que busca zafarse a como dé lugar de hacer algo por otros, sobre todo si entraña molestia, ya no se diga riesgo, alegando que no es asunto suyo.
Me dijo que este tipo de mentalidad le recordaba a lo que pasó a su abuelo. Contó que éste tenía una pequeña fábrica, en la que los pocos empleados eran como una familia, trabajaban contentos, estaban siempre dispuestos a echarse la mano unos a otros. Pero con el tiempo el negocio creció, entraron nuevos empleados y formaron un sindicato. A partir de ahí todo cambió; dejaron de ayudarse, cada uno se limitaba a hacer lo que le tocaba y en el horario que le tocaba. Imposible pedir a la secre que barriera o al barrendero que entregara un pedido, ‘no estaba en su contrato’. Dijo que esa mentalidad de ‘a mí no me toca’ o ‘ya se venció mi jornada’, que es normal en un sindicato y en cierta medida protege al trabajador para que no se le explote, pero que no debemos trasladarla a nuestra vida cotidiana y mucho menos a nuestra vida de fe.
Mencionaba, por ejemplo que los sindicalizados negocian su contrato colectivo tomando en cuenta la opinión de todos sus agremiados y gana lo que quiere la mayoría, pero los católicos no podemos pretender que la Iglesia realice votaciones a ver si cambia en tal o cual doctrina. Su papel es transmitirla tal como la recibió de Jesús y los Apóstoles, no puede ni debe cambiarla al gusto del mundo.
Comentó que un empleado sindicalizado tiene muy claro qué le toca y qué no le toca hacer, y por nada del mundo acepta hacer lo que no está en su contrato y nadie puede obligarlo, pero el católico debe estar siempre dispuesto a ayudar en lo que haga falta, a dar más, a poner todas sus capacidades al servicio de los demás. Nunca decir: ‘evangelizar le toca a los curas’ o ‘que den los ricos’, ni dejar a otros los trabajos difíciles o desagradables, sino acomedirse, aceptándolo por amor a Dios y a los hermanos.
Comentaba también que los sindicalizados siempre están buscando conseguir mejor remuneración y prestaciones, pero los católicos no hemos de hacer lo que se nos pide esperando obtener algo a cambio, sea dinero o reconocimiento, fama, poder. Hemos de hacerlo con pureza de intención, buscando cumplir la voluntad de Dios y agradarlo a Él.
Hacía notar que cuando al sindicalizado se le vence su jornada, deja de trabajar y si se le pide que siga, hay que pagarle horas extra, pero los católicos no podemos poner límites de horario para amar, para escuchar, para comprender, para perdonar, para ayudar. Y mucho menos irnos a ‘huelga’ y dejar de ir a Misa, dejar de confesarnos, dejar de dar testimonio cristiano en todo tiempo y en todo lugar. Y concluyó diciendo que no hemos de ser ‘católicos sindicalizados’, sino más bien, empleados de confianza, trabajando permanentemente y por amor al servicio del Señor.