El verdadero poder
Alejandra María Sosa Elízaga*
Con motivo del Día de la Mujer, que este año se conmemora este lunes 8 de marzo, una feminista que dice ser católica se quejó en sus redes sociales de que ‘en la Iglesia la mujer no tiene poder’. Sorprende que se diga seguidora de Jesús, pues Él dijo:
"...el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir." (Mc 10, 44-45).
Anhelar puestos de poder en la Iglesia es no entender que para ser verdadero cristiano hace falta desapegarse, romper ataduras, hacerse menos, no buscar tener más, no amarrarse más a este mundo, no 'apantallar' más...
A quienes tienen puestos 'altos' no hay que envidiarlos sino compadecerlos: están sometidos a tremenda presión y a muchas tentaciones, y además tendrán que rendir cuentas muy rigurosas (ver Lc 12, 48b).
Ante la queja de esa feminista, habría que responder: Las mujeres sí tienen poder en la Iglesia, y ¡mucho!, pero así como los criterios de Dios no coinciden con los del mundo, el poder de las mujeres en la Iglesia no es un poder como lo entiende el mundo, sino muy diferente.
Pensemos en la Virgen María. Cuando el ángel le anunció que sería Madre del Salvador, ¿qué hizo? ¿Sentarse a planear su 'gabinetazo' por ser Mamá de Dios? ¿Idear antojos imposibles para que el Padre de su Hijo se los cumpliera? ¿Buscar casa en un rumbo mejorcito? ¿Inscribirse (si hubiera habido), en la 'mesa de regalos' de algún almacén para asegurarse un suculento 'baby shower'? ¡Nada de eso! La mujer que más derecho tenía para creerse lo máximo, no pensó ni un segundo en Ella misma, no se quedó regocijándose pensando en el 'poder' de que gozaría. Para señalar que no hay imposibles para Dios, el Ángel le había dicho que Isabel estaba embarazada, y María, en lugar de archivar esa información como algo secundario y concentrarse en el notición de su futura maternidad (como nosotros, que solemos preocuparnos por lo que nos atañe directamente y descartamos lo que les pasa a los demás), se sintió interpelada. Como mujer que no estaba viendo de quién se servía, sino a quién servir, pensó que si Isabel, que era anciana, tenía seis meses de embarazo, seguro necesitaba ayuda, y Ella estaba dispuesta a ayudarla. Así de simple. No esperó que nadie le dijera que debía ir, le bastó saber que había una necesidad, para sentir que le concernía (a diferencia de nosotros, que solemos justificar nuestra inacción diciendo: 'nadie me pidió que ayudara'). No consideró haber hecho suficiente con aceptar el paquetazo de ser Madre del Señor (como nosotros, siempre tan dispuestos a hacer reseña de toooodo el bien que ya hicimos para que a nadie se le ocurra pedir que hagamos más). No se puso a ver a quién mandaba en su lugar (como nosotros, que somos expertos en eso de 'delegar' asuntos engorrosos para que los hagan otros). Nada de eso. La Madre de Dios se colocó voluntariamente en el último puesto, en el de servidora, y, sin saberlo, eligió el mejor puesto, el favorito de Dios, en el que suele hacerse presente entre nosotros, en el que suelen encontrarlo los que lo buscan...
Quien se preocupa por adquirir poder mundano ignora (en el sentido doble de no saber y de no hacer caso), que a Dios se le conquista desde la pequeñez (como María, que proclamó su gozo porque el Señor puso Su mirada en Ella, que se consideraba su esclava -ver Lc 1, 48).
Dice San Pedro, recordando las palabras del libro de Proverbios 3,34: "Dios resiste a los soberbios y da Su gracia a los humildes" (1Pe 5,5).
Que nadie se queje de no tener 'poder' en la Iglesia, porque a todos -y a todas- nos ha sido dado el mayor 'poder' que puede existir, el único que cuenta a los ojos de Dios, el que verdaderamente determinará no qué puestito ocuparemos en este mundo que va a concluir, sino dónde pasaremos la vida eterna: el poder de servir.