¿Que no sufra o que sepa sufrir?
Alejandra María Sosa Elízaga*
Que no sufra.
Es una petición que la gente dice cuando un ser querido enferma o se agrava: ‘sólo espero que no sufra”, ‘sólo le pido a Dios que no sufra’. Y no aplica esta frase únicamente para otros, también para sí misma.
Es que nos da pavor el sufrimiento. No nos gusta verlo en los demás, sobre todo en quien amamos, y nos aterra padecerlo nosotros. Pero es inevitable. Sea por una enfermedad propia o de alguien cercano, sea por desencuentros con otras personas, sea por problemas económicos, sea por el modo como nos afecta la pandemia, sea por la muerte de familiares o amigos, tarde o temprano, todos sufriremos.
El problema en sí no es el sufrimiento, sino que pasamos tanto tiempo intentando no pensar en él, que cuando por fin nos toca padecer no sabemos qué hacer.
Miramos alrededor en busca de respuestas y hallamos muchas equivocadas.
Por ejemplo en películas y series de TV quien sufre suele ahogar sus penas con alcohol, o se fuga de la realidad drogándose, o se queda en cama, o se da un atracón, o se va de compras. Pero cuando termina la borrachera, el ‘viaje’, la evasión, la indigestión o el despilfarro, el sufrimiento sigue allí. ¿Entonces, ¿qué hacer?
Los no creyentes se impacientan y amargan, se sienten justificados en no creer en ese Dios que según ellos los hace sufrir. También algunos creyentes se enojan con Él, pues creían ser Sus ‘consentidos’ y los decepciona que no los libre de padecer. Pero hay otros que sí saben cómo reaccionar: ofrecen lo que sufren a Dios.
¿Qué significa eso?, ¿que Dios goza recibiendo sufrimientos, como esas falsas deidades de pueblo primitivos, ávidas de recibir en sacrificio corazones palpitantes? Claro que no. Entonces, ¿por qué agrada a Dios que le ofrezcamos nuestro sufrimiento? Por dos razones: La primera es que cuando sufrimos solemos volvernos egoístas, preocuparnos sólo por nosotros, estar pendientes de qué sentimos, qué queremos, qué necesitamos. Ofrecer nuestro sufrimiento es olvidarnos de nosotros mismos, volcarnos hacia afuera, amar, sea que lo ofrezcamos por amor a Dios, o en bien de alguien, por ejemplo por su salud o su conversión, o en reparación por tanto pecado.
La segunda razón es que Jesús nos salvó sufriendo. Cuando la gente se pregunta: ‘¿cómo es posible que Dios deje sufrir a este ser querido que es tan bueno?’, tengamos presente que Aquel que es ¡la Bondad misma! sufrió. No pensemos que nos deja sufrir para lastimarnos. Quiere invitarnos a participar de Su obra redentora, descubrir que nuestro sufrimiento no es inútil (lo cual lo haría desesperante), sino que puede tener propósito, valor; que si lo unimos al Suyo tendrá un sentido redentor.
Eso nos permite ver el sufrimiento no como castigo, sino como oportunidad. Cuando alguien que amamos muere, o nos duele algo y el analgésico no ayuda, o vivimos una situación difícil que no podemos resolver, tenemos una de dos posibilidades: dejar que el sufrimiento nos amargue y nos llene de desesperación, o unirlo al del Señor.
Para esto ayuda mucho leer en los Evangelios los relatos de la Pasión de Cristo e imaginar cada escena, mirar a Jesús, familiarizarnos con lo que padeció. Así sabremos con qué sufrimiento Suyo podemos relacionar el nuestro. Por ejemplo, quien tiene un dolor de cabeza, puede unirlo al de Jesús, coronado de espinas; quien ha sufrido infidelidad y abandono, puede unir su tristeza a la de Jesús en el Huerto, traicionado por Judas y abandonado por sus amigos; quien sufre aislado, en cama, puede acompañar la soledad de Jesús en la cruz.
Decía san Juan Pablo II que hay enfermos y ancianos que se quieren morir porque creen que su vida es inútil, pero si ofrecen su sufrimiento a Cristo, ayudan a la Iglesia en su combate cósmico contra el mal. ¿Te imaginas? ¡Qué guerra de las galaxias ni qué nada! El sufrimiento unido al de Cristo tiene un extraordinario valor.
Cabe aclarar que no se trata de buscarlo, eso sería masoquismo, pero cuando inevitablemente llega, no hay que pedir: ‘Señor, que no sufra’, sino ‘que sepa sufrir’.