¿Qué caso tiene?
Alejandra María Sosa Elízaga*
Antes de mover ni un solo dedo para hacer algo, solemos buscar si hay una buena razón, si el resultado previsto será bueno, y sólo entonces lo hacemos. Y si de antemano consideramos que cabe la posibilidad de que el asunto no resulte bien, probablemente ni le entramos.
Por eso llama la atención lo que leemos en la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Ez 2, 2-5).
En ella, el profeta Ezequiel empieza diciendo: “el Espíritu entró en mí, hizo que me pusiera en pie y oí una voz...”
Qué interesante que antes que nada el Espíritu lo puso de pie. Me hace recordar cuando de niña estaba viendo la tele y mi mamá me pedía que hiciera algo y yo le decía que sí, pero seguía sentada. Ella me pedía: ‘pues ¡párate!’, como diciendo: ‘que se vea tu voluntad para hacerlo’ El levantarse muestra disponibilidad.
Y una vez levantado Ezequiel, ¿qué le pidió la voz del Espíritu? Una misión que francamente no se antojaba para nada. Le dijo que lo enviaría a un pueblo rebelde, cuyos padres lo habían traicionado y cuyos hijos eran testarudos y obstinados.
Si eso nos lo hubieran pedido a nosotros, tal vez hubiéramos preguntado si no había un plan b, si no había por ahí otras gentes más amables y receptivas a las que ir a predicar, porque de esos rebeldes, traidores, testarudos y obstinados no parecía que fuéramos a obtener muy buenos resultados.
Eso hubiéramos pensado nosotros, pero Dios tiene otra perspectiva.
Al final de la Lectura, vemos que el Espíritu le dice a Ezequiel: “Y ellos, te escuchen o no, porque son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos”.
¡Ajá! Esta frase da la clave para comprender en qué consiste la misión. El éxito no está en que lo escuchen, de hecho es muy probable que no lo escuchen, el éxito está en que se den cuenta de que él es un profeta, es decir, alguien enviado por Dios para comunicarles Sus palabras, alguien que con su sola presencia les recuerde la existencia de Dios.
Esto aplica también para nosotros hoy.
También a nosotros nos ha enviado Dios a comunicar Su Palabra a un pueblo rebelde y necio: ese marido que no quiere ir a Misa, esa hija que se declaró agnóstica, ese hermano ‘comecuras’, esa nuera que apartó al hijo de su fe, ese amigo alejado de Dios.
También a nosotros nos ha encomendado la difícil tarea de dar testimonio cristiano a quienes ignoran (en el amplio sentido de la palabra, de desconocer y de no hacer caso) todo lo que les suena religioso.
Y quizá nos ha sucedido que esperábamos efectos inmediatos, grandes conversiones, y cuando vimos que no mostraron interés ni cambiaron en lo más mínimo, caímos en el desánimo y la desesperanza y nos preguntamos: ¿qué caso tiene?, ¿qué caso tiene compartir con esa persona ese bello texto bíblico?, ¿qué caso tiene comentarle a ese amigo cómo Dios te ayudó a salir adelante en aquel embrollo muy parecido a ése en el que ahora él está metido?, ¿qué caso tiene darle a esta persona rencorosa mi testimonio de perdón?, ¿qué caso tiene optar siempre por la verdad, la justicia, la fraternidad, si nadie lo parece apreciar?
La respuesta a estas interrogantes se las dio Dios por anticipado a Ezequiel y hoy nos toca a nosotros tener presentes sus implicaciones. Nos escuchen o no, es decir, nos hagan caso o no, nos presten atención o no, en otras palabras, haya resultados aparentes o no, hemos de perseverar, en primer lugar porque es lo que el Señor espera de nosotros, cumplimos Su voluntad, y en segundo lugar, porque pase lo que pase, sembramos una semilla que viene de Dios, y por eso podemos tener la seguridad de que tarde o temprano fructificará.
Así que sí tiene caso, sí vale la pena hacer lo que el Señor nos pide, e ir en Su nombre a dar testimonio Suyo en nuestro mundo, pues nuestra sola presencia, nuestra manera de vivir, nuestro testimonio de fe, de esperanza y de caridad, hace saber a quienes nos rodean, que Dios existe, que está presente, y no sólo en nuestra vida, sino en la de todos, interviene para bien.
Perseveremos, oremos y mantengámonos confiados, no en nuestro esfuerzo, sino en la gracia de Dios, que es la que mueve los corazones y obtiene resultados.