y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Celibato

Alejandra María Sosa Elízaga*

Celibato

¿Que otra vez vas a ir a la iglesia?’, ‘¿que vas a ir a qué evento?, ¿que te pidieron ayuda en qué?’, ¿que regresas a qué horas?

Son reclamos muy comunes en hogares donde la esposa participa en alguna actividad parroquial, y su esposo resiente que ella salga tanto de casa, o donde el esposo es diácono permanente o miembro comprometido de su iglesia y asiste a reuniones y eventos durante los cuales su esposa se queda sola en casa.

Y por lo visto no hay nada nuevo bajo el sol. Esto sucedía ya en la primera comunidad cristiana. Por eso san Pablo, en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Cor 7, 32-35), dice que quienes están casados, se preocupan de las cosas de esta vida y de cómo agradar a sus cónyuges, y por eso tienen “dividido el corazón”. Y que en cambio, las personas solteras y viudas, “se preocupan de las cosas del Señor y se pueden dedicar a Él en cuerpo y alma”.

Eso no significa que sea mejor estar solo que casarse. Si nadie se casara, la familia, que es el fundamento de la Iglesia y de la sociedad, no existiría. Y siendo Sacramento, el Matrimonio es un medio maravilloso para la santificación de los esposos y de los hijos.
Pero es innegable que los esposos tienen, como primera obligación, a atención a su situación de estado. Y por eso dice san Pablo que sólo los solteros pueden dedicarse por entero a Dios.

El otro día veía un excelente programa de entrevistas, que se llama ‘The Journey Home’ (lo han traducido como ‘El regreso a casa’), en el canal católico EWTN, (que puede verse por tv o por internet). El anfitrión, Marcus Grodi, entrevistó a una pareja de esposos. 

Él era un sacerdote anglicano casado. Y cuando se convirtió al catolicismo, allá por los años sesenta del siglo pasado, preguntó si una vez que ingresara a la Iglesia Católica, podría seguir siendo sacerdote casado. Le dijeron que no. Pero él se puso a rezar pidiendo a Dios que un día fuera posible. 

Veinte años después, hubo tantos sacerdotes casados episcopalianos (rama de anglicanos en EUA), que se convirtieron al catolicismo, que el Papa Benedicto XVI les concedió un permiso especial, que les permitió ser ordenados sacerdotes católicos, siendo casados. Claro, con ciertas trabas, como que no podrían aspirar a ser obispos, y tampoco podían ser párrocos, sino vicarios. Y que si sus esposas fallecían, no podrían volverse a casar.

Y comentaba él, que algunas personas al conocer su historia, dan por hecho que él está a favor de que los sacerdotes abandonen el celibato y se casen. Y les sorprende descubrir que no es así.

Aunque él es sacerdote casado, no está a favor de que los sacerdotes abandonen el celibato. Dice que ha sentido en carne propia cómo muchas veces entran en conflicto su deber como sacerdote y su deber como esposo, padre y abuelo. Y por eso considera que el celibato es un don de Dios para la Iglesia que no debe perderse nunca.

Es que realmente para poderle dedicar el cien por ciento a Dios, se requiere tener el cien por ciento de disponibilidad que puede tener alguien que no está casado.

Quien no se casa, puede elegir vivir una vida egoísta o desenfrenada, sin comprometerse con nada o con nadie; o una vida solitaria y amargada, o una vida plenamente dedicada a Dios y a los demás, que sea camino de santidad.

Publicado el domingo 28 de enero de 2018 en la pag web y de facebook de Ediciones 72.