Victoria y humildad
Alejandra María Sosa Elízaga*
Cuando piensas en alguien ‘victorioso’, ¿qué imagen se te viene a la cabeza?
Se hizo esta pregunta a un grupo de jóvenes. La mayoría respondió que pensaba en deportistas festejando su triunfo, alzando los brazos, saltando, gritando de emoción, haciendo con los dedos la v de la victoria, llevados sobre los hombros de sus amigos, levantando en alto la copa dorada recibida o parados en el podio más alto, el del número uno, luciendo una medalla de oro al cuello.
Se les preguntó después: y ¿cuando piensas en alguien ‘humilde’, ¿qué imaginas?
Allí sí las respuestas variaron, pero coincidieron en lo esencial. Al parecer lo de ser humilde les sonaba a tener ‘baja autoestima’, a soportarlo todo sin reclamar, a obedecer sin chistar, a ‘dejarse pisotear’.
Un joven lo resumió en una frase: ‘el victorioso es un campeón, el humilde un perdedor’.
En ese sentido, parecería imposible ser victorioso y humilde al mismo tiempo, y sin embargo en la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Zac 9, 9-10), leemos que el profeta Zacarías anunció que vendría a Jerusalén su rey “victorioso, humilde y montado en un burrito”, y tres siglos después, esta profecía se cumplió puntualmente cuando Jesús entró a Jerusalén, aclamado por la multitud y montado en un burrito (ver Mt 21, 1-10).
¿Hay aquí una contradicción? No. Más bien cabría pensar que hay una invitación a replantearnos lo que entendemos por victorioso y sobre todo, lo que entendemos por humilde. Empecemos por ahí.
Decía santa Teresa de Ávila que la humildad consiste en ‘andar en la verdad’.
Ello implica reconocer lo que somos y tenemos, lo malo, pero también lo bueno. La humildad no consiste en pensar: ‘no soy nada, no valgo nada.’ Eso es baja autoestima. La humildad te permite reconocer tus cualidades, pero también reconocer que no se deben a tus méritos, que es regalo de Dios. Dice san Pablo: “¿qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?” (1Cor 4,7).
La persona verdaderamente humilde no niega sus dones, pero no olvida tampoco que son eso, dones, regalos inmerecidos que ha recibido de Dios y por tanto no puede presumir de ellos ni sentirse por ellos superior a los demás.
En la misma línea, el victorioso, desde el punto de vista de la fe, no es el que logra ganarles a todos, dejándolos inevitablemente frustrados (siempre me apena ver la cara de tristeza de los que pierden, a veces por un detalle mínimo, que se quedan rumiando y lamentando siempre).
En cristiano, son victoriosos los que participan de la victoria de Jesús, que derrotó el pecado y la muerte muriendo en la cruz, y, con Su gracia, no compiten contra nadie más que consigo mismos, para superarse, para ganarle la batalla al mal, para vencer sus propias debilidades y pecados. No dejan a nadie frustrado (bueno, al chamuco, pero a ése ¡qué bueno dejarlo así!, ¡se lo merece!).
Y entonces no presumen de su victoria porque saben que no la han conseguido por sí mismos, sino que es obra de la gracia que Dios les ha concedido.
Queda claro entonces que sí es posible, y ojalá sea nuestra meta de todos los días, ser al mismo tiempo, victoriosos y humildes.