¿Reclamas o recuerdas?
Alejandra María Sosa Elízaga*
“¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?”
Es la exasperada pregunta que le hizo el pueblo a Moisés, según narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este Tercer Domingo de Cuaresma (ver Ex 17, 3-7).
Y uno se queda turulato ante semejante cuestionamiento, y siente ganas de preguntar, escandalizado: ‘¿de veras?, ¿a estas alturas todavía tenían dudas?, ¿cómo es posible?
¿Cómo podían dudar luego de ver todo lo que había hecho el Señor en su favor?
Él escuchó sus lamentos cuando eran esclavos maltratados; se compadeció de ellos; eligió a Moisés para sacarlos de la esclavitud y conducirlos por el desierto hacia la tierra prometida; intervino poderosamente para que los dejaran salir. Realizó prodigios admirables, uno de los cuales fue nada menos que partir en dos el Mar Rojo para que pudieran atravesar hacia la otra orilla caminando y escapar de los enemigos que los venían persiguiendo; los guió fielmente como columna de nube durante el día y como columna de fuego durante la noche; en Mará transformó el agua amarga en agua dulce para que pudieran beberla; les dio para comer codornices y maná en abundancia, ¿y todavía preguntaban si Dios estaba o no en medio de ellos?
Sólo cabe responder, tristemente, que así somos los seres humanos.
Puede alguien hacerle muchos favores a una persona, si un día no le hace alguno, ésta le reclama, olvidando lo anterior, y en adelante sólo recuerda ese fallo.
Al parecer tenemos mala memoria para lo bueno y buena memoria para lo malo.
Pero en lo que se refiere a Dios, nunca hay malo, es siempre una injusticia reclamarle.
Todo lo que permite en nuestra vida es para bien, con miras a nuestra santificación, porque anhela pasar con nosotros la vida eterna, quiere nuestra salvación.
Entonces cuando pasamos por momentos difíciles, cuando al parecer no responde a nuestras oraciones, no cabe dudar de si está o no está, de si le importamos o no le importamos. ¡Claro que está y que le importamos! ¡Su amor por nosotros es total!
Consideremos lo que dice san Pablo en la Segunda Lectura dominical (ver Rom 5, 1-2.5-8): “Cuando todavía no teníamos fuerzas para salir del pecado, Cristo murió por los pecadores...Difícilmente habrá alguien que quiera morir por un justo, aunque puede habr alguno que esté dispuesto a morir por una persona sumamente buena. Y la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores.”
Repasemos esa última línea: Cristo murió por nosotros. Y no fue una muerte rápida. Murió luego de padecer una tortura espantosa y luego una lenta y dolorosísima agonía, y lo soportó todo por amor a nosotros, pensando en mí y en ti. Y no porque lo mereciéramos por nuestras buenas obras, lo hizo, como dice san Pablo: cuando aún éramos pecadores.
Entonces, ¿cómo dudar de Su amor?, ¿cómo pensar que no le importamos y por eso pone oídos sordos a nuestras súplicas?, ¿cómo creer que permite algo para castigarnos, para fastidiarnos, para gozar mirándonos sufrir o porque sencillamente se olvidó de nosotros?
Dios todo lo hace y lo permite por amor y sólo por amor. Y si permite algo que nos duele, es que tiene una muy buena razón que no podemos comprender de este lado de la eternidad. Sólo cabe confiar. No atorarnos en lo que no entendemos ni olvidar todo lo bueno, la incontable cantidad de gracias y favores con que nos ha colmado.
Dice el salmista: “Bendice, alma mía, al Señor, y no te olvides de Sus beneficios”.
¿Cómo hacer para no olvidarlos, si tendemos a ser desmemoriados?
He aquí una sugerencia. Compra un cuaderno y anota diario algo que ese día agradeces a Dios. Ve registrando los favores grandes y pequeños que te va concediendo. Así, si le pides algo que no se cumple cuando y como esperas, y te ves tentado a dudar de Su amor, o, peor aún, de Su presencia, relee esas páginas y date cuenta y agradécele que ha estado siempre a tu lado, colmando de bendiciones tu existencia.