Santos y perfectos
Alejandra María Sosa Elízaga*
Cuando alguien hace algo contra ti que te ofende o lastima grandemente, tienes tres posibilidades:
La primera es agarrarle ‘tirria’; llenarte de odio; pensar y decir ‘pestes’ de esa persona; dejarle de hablar; cortar tu relación con ella, y, si puedes, desquitarte de alguna manera.
Es una reacción muy común, pero no es cristiana.
Si haces eso, no te diferencias en nada de la gente que no tiene fe, de la que no intenta cumplir en su vida la voluntad de Dios.
Y tal vez haya quien diga: ‘pero sí estoy cumpliendo la voluntad de Dios. Jesús no quiere que seamos hipócritas, y yo no soy hipócrita: hago bien demostrándole a esa persona que la odio, que no la soporto, que me cae ¡en el hígado!’
A lo que cabe responder: Jesús criticó la hipocresía de los que se las daban de justos y buenos sólo para ser vistos y admirados, no aplica en este caso.
Él nunca pidió que devolvamos mal por mal, todo lo contrario.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 5, 38-48), Jesús pide:
“Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir Su sol sobre los buenos y los malos, y manda Su lluvia sobre los justos y los injustos. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto.”
Ante esto, hay quien opta por una segunda posibilidad. Decir: ‘bueno, está bien, odio a fulano, pero no voy a hacer nada contra él, voy a seguir saludándolo como si nada, y hasta voy a pedir por él (¡Señor, acuérdate de él: quítalo de mi vista!).
Es un fallido intento de hacer dos cosas opuestas simultáneamente: seguir odiándolo y amarlo al mismo tiempo.
¿Es posible amar a quien odias? En teoría tal vez sí, porque amar no consiste en sentir bonito o en que alguien te caiga bien, sino en desear y procurar, en la medida de lo posible, su bien.
Es posible desearle bien al que te cae mal, incluso hacerle un bien. Y eso sin duda beneficia a esa persona, pero a ti no te hace bien mantener el odio en tu corazón. Y desde luego no es lo que Dios quiere.
Llegamos así a la tercera y realmente única posibilidad.
Hacer lo que pide Dios en la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Lev 19, 1-2.17-18):
“Sean santos, porque Yo el Señor, soy santo...No odies a tu hermano ni en lo secreto de tu corazón...No te vengues ni guardes rencor...Ama a tu prójimo como a ti mismo...”
Se nos pide no sólo no odiar de dientes para afuera, sino sacar todo el odio del corazón.
Que ni en lo más hondo, en lo más oculto, quede ni un poquito de rencor.
Es que con el odio pasa como con la maleza, no basta cortar lo que se ve, porque vuelve a crecer. Hay que arrancarla de cuajo, de raíz.
Llama la atención que en estos dos textos se nos pide algo muy similar: ser santos, ser perfectos.
Y no faltará quien diga: ‘¡pero eso es imposible!, ¡como ser humano soy imperfecto, soy pecador, estoy lleno de vicios y defectos, a cada rato tropiezo y caigo, eso de ser santo o perfecto, de plano no es para mí!’
Y tendría razón, si tuviera que lograr la perfección y la santidad por sí mismo.
Pero no es así.
Aquel que nos llama a ser santos y perfectos como Él, nos da la gracia necesaria para lograrlo, así que no hay pretexto.
Ante quien nos ofende o lastima, el Señor nos pide no reaccionar con odio, ni evidente ni oculto.
Porque el odio no sólo nos mueve a dañar a otros, también nos daña a nosotros mismos.
El Señor nos pide perdonar y amar, a todos, en cualquier circunstancia, por difícil o complicada que sea.
Si lo hacemos, aprovechamos la gracia de Dios para hacer mucho bien a los demás, y para encaminarnos a la perfección: a la santidad.
Cabe pensar que aquí sucede un poco como le pasa a los alpinistas.
Si al pie de la montaña dicen: ‘¡uy, qué alta está, creo que llegaré sólo a la mitad!’, de seguro no llegan ni a la cuarta parte.
Pero si dicen: ‘¡uy, qué alta está, la vista debe ser magnífica allá arriba, voy a esforzarme en llegar a la cima!’, tienen altas posibilidades de lograrlo, y si no lo logran, les queda la satisfacción de haberlo intentado, y seguramente llegarán bastante más arriba que en el primer caso.
En la vida espiritual no hay que conformarse con la mediocridad, con irla pasando, ser ‘pecadores standard’, sino tirarle a lo más alto, a la santidad, sabiendo que es una meta inalcanzable si no pedimos ayuda a Dios, pero si Él nos da la mano, nos puede levantar a donde jamás hubiéramos podido o creído llegar.