Designios de paz
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Por qué será que a veces se nos queda más grabado lo malo que lo bueno?
Hay gente que cuando le preguntas cómo está, te enumera un montón de cosas que le han salido mal últimamente, pero se olvida de mencionar todas las que han salido bien.
Si le dicen algo desagradable, se queda repasando y repasando esa frase, haciéndose daño y llenándose de resentimiento, en lugar de dejarla pasar y ponerse a recordar más bien lo agradable que le han dicho.
Si le buscamos un granito negro al arroz, probablemente lo encontraremos, pero ¿para qué perder tiempo examinándolo con lupa, cuando podríamos más bien apreciar que se ve riquísimo y es mejor comérnoslo?
Esto que lamentablemente es tan común en la vida ordinaria, y nos la amarga, sucede también en la vida espiritual.
Estamos entrando al final del año litúrgico, y pronto empezará el Adviento, y las Lecturas que se proclaman en Misa comienzan a hablar del final de los tiempos y anuncian unos cataclismos cósmicos que ponen la carne de gallina.
Qué pena que mucha gente se quede atorada en el susto, en lugar de fijarse en el mensaje positivo que encierran.
Por ejemplo, este domingo, en el Evangelio, Jesús anuncia que la luz del sol se apagará, que no brillará la luna, que caerán del cielo las estrellas y que el universo entero se conmoverá (ver Mc 13, 24-25), ¡ay, qué miedo!, ¡sí!, pero ¿qué escuchamos antes de eso?
Lo primerito que se proclama en Misa es la Antífona de Entrada que anuncia: “Yo tengo designios de paz, no de aflicción, dice el Señor. Ustedes me invocarán y Yo los escucharé...” (Jer 29, 11.12).
En la Primera Lectura, cuando se anuncia que habrá “un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio el mundo” (Dn 12,1), se anuncia también la salvación.
La Palabra de Dios jamás busca sembrar en nosotros un temor paralizante.
Nos exhorta y nos sacude, sí, pero siempre nos ofrece caminos de paz y de esperanza.
Hagamos nuestro el sentir del salmista que vive confiado porque tiene siempre presente al Señor, y se alegra y se siente tranquilo porque sabe que a su lado está su Salvador, Aquel que no lo dejará tropezar ni lo abandonará a la muerte, y al que le puede pedir: “sáciame de gozo en Tu presencia y de alegría perpetua junto a Ti” (Sal 16, 11).