Disponibilidad para compartir
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘¿Quién se cree?’,’ ¿qué se trae?’, ‘¿qué pretende?’
Son frases que suele decir alguien cuando se entera de que otra persona quiere hacer o está haciendo algo que él considera que le corresponde a él.
Con facilidad nos aferramos a lugares, labores, incluso favores que hacemos, y si alguien más quiere ocupar ese sitio, hacer aquella cosa, ayudar en lo que nosotros ayudamos, luego luego saltamos: ‘quítate, éste es mi lugar’; ‘sólo yo sé cómo se hace’; ‘esto siempre lo he hecho yo, ni se te ocurra intentarlo’;
Es el caso de la suegra que no le comparte a la nuera la receta favorita de su hijo; el compañero de trabajo que no le explica al nuevo los trucos para hacer su chamba tan bien como la hace él; la alumna que no presta sus apuntes para ser la única que obtenga diez.
Y así, en la familia, en el trabajo, en la comunidad, surgen discusiones, distanciamientos, pleitos, por la sencilla razón de que alguien se ha apoderado de cierto sitio, tarea o privilegio, y no quiere soltarlo ni compartirlo.
Y si eso resulta negativo en la vida ordinaria, cuánto más lo es en la vida de fe.
Cuando un laico o un ministro ordinario se aferra a un lugar (la banca que suele ocupar en la iglesia, la parroquia que se rehúsa a dejar); un ministerio (determinado servicio o apostolado que no deja que haga nadie más), su apego se vuelve fuente constante de roces, competencias por ver quién lo gana, quién lo hace antes o mejor, y eso genera tensiones y enojos que dividen y lastiman la comunidad.
En cambio qué bien hace a todos no tener esa clase de apegos.
Ejemplo de ello es Moisés.
Elegido por Dios para liberar al pueblo judío de la esclavitud en Egipto y conducirlo a través del desierto hacia la tierra prometida, hubo un momento en el que sintió que encargarse de un pueblo tan numeroso (y quejumbroso), era una carga demasiado pesada para él, y así se lo hizo saber a Dios (ver Núm 11, 14-15).
Entonces Dios le pidió que eligiera a setenta ancianos y le anunció: “tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo” (Num 11, 17).
Si hubiera sido como nosotros, aferrado a sus prerrogativas, tal vez Moisés hubiera replicado: ‘¿cómo que vas a tomar de mi espíritu para darles a ellos!, ¡no! Yo nomás quería alguien que me ayudara tantito!, ¡no que me quites lo mío para dárselo a otros!, ¡no quiero que tengan lo mismo que yo!, ¡que tal si lo hacen igual o mejor que yo?’
Pero no fue así.
Aceptó gustoso compartir lo que Dios le había dado y obedeció.
Y así, en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Núm 11, 25-29), leemos que Dios “tomó del espíritu que reposaba sobre Moisés y se lo dio a los setenta ancianos” (Num 11, 25a).
Y cabe hacer notar que la aceptación de Moisés, su disponibilidad para compartir lo que recibió de Dios, no le restó nada a su liderazgo, y no sólo le hizo la vida más llevadera, al liberarlo de una carga que resultaba demasiado pesada para él, sino benefició a todo su pueblo también.
Pidámosle al Señor que nos libre de apropiarnos de los dones que nos da, de los servicios que nos concede prestar; que, como Moisés, estemos siempre dispuestos a compartirlos con otros, porque así permitiremos que sean bendición para los demás, no sólo para nosotros.