Fe y obras
Alejandra María Sosa Elízaga**
Si las personas con las que convivimos todos los días no supieran que somos católicos, ¿lo podrían deducir?
Y no porque nos vean asistir a Misa el domingo, traer una medallita al cuello o tener un Rosario colgado del espejo retrovisor del coche, ¿lo podrían suponer por el modo como nos comportamos?, ¿por nuestras acciones?
¿Podrían decir: ‘él siempre está dispuesto a ayudar, seguro es católico’, ‘ella perdonó lo imperdonable, sin duda es católica’, ‘ellos nunca hablan mal de nadie, se nota que son católicos’?
En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Stg 2, 14-18), el apóstol Santiago afirma que demostramos nuestra fe con nuestras obras.
Es decir, que son nuestras obras las que demuestran que de veras tenemos fe en Dios, que nuestro modo de vivir, de reaccionar, de actuar es lo que prueba que no sólo creemos en Él en un sentido puramente intelectual (como pensar que existe sin que ello incida en nuestra vida en lo más mínimo), sino que en verdad le creemos, por ejemplo cuando nos dice que es mejor dar que recibir, que hay que bendecir al que nos maldice, que hay que perdonar setenta veces siete, que hay que esforzarse por entrar por la puerta estrecha, que hay que ser sal de la tierra, luz del mundo...
Probamos que creemos en Cristo, viviendo cristianamente: es decir, ayudando, soportando, alentando, perdonando, en suma: amando.
Y lo bueno es que el Señor no espera de nosotros que demostremos nuestra fe en obras grandiosas que están más allá de nuestras posibilidades, sino en lo que está muy a nuestro alcance: en el amor. Espera que sea Su amor lo que nos motive a decir o no decir, hacer o no hacer algo a lo largo de cada día.
Santa Teresita del Niño Jesús, a quien vamos a celebrar en un par de semanas, fue nombrada Doctora de la Iglesia por la importancia de sus enseñanzas, y ¿qué fue lo que enseñó? su ‘pequeño caminito’, consistente en santificar la jornada, haciendo con amor cada cosa y ofreciéndosela a Dios.
Pensemos, por ejemplo, en sonreír a ése que no nos saluda; soportar con paciencia los comentarios desagradables de algún parientito amargoso; hacer un favor a esos vecinos que echan su basura en nuestra puerta; ser generoso con quien fue tacaño con nosotros.
En el mundo hay mil doscientos millones de católicos. ¿Te imaginas lo que podríamos lograr si no hubiera cristianos solo de nombre, si no hubiera cristianos pasivos de ésos que afirman absurdamente: ‘soy creyente, pero no practicante’, y en cambio cada uno se esforzara en vivir de acuerdo a su fe, y ésta se notara a través de sus obras?
Sin duda habría una transformación en el mundo.
¿Suena imposible? Tal vez.
Parece una meta demasiado ambiciosa, pero no lo es.
Todo cambio que parece inalcanzable, empieza por uno alcanzable.
Comencemos por hacer lo que podamos, y no nos desanimemos por lo que no podamos.
Lo que podamos hacer hoy por cambiar el ambiente en el que vivimos, nuestro mundito particular, ayudará, no lo dudemos, a ir cambiando el mundo en general, si se lo encomendamos a Aquel que tiene el mundo en Sus manos...