¿A quién sirves?
Alejandra María Sosa Elízaga**
No hay ateos.
Dios nos creó necesitados de Él.
Puso en nuestro interior una sed que sólo Él puede saciar.
Decía san Agustín: ‘Señor, nos creaste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti’.
Quienes se declaran ateos (casi siempre exasperados porque Dios no condescendió a manifestárseles como ellos pretendían, o porque quisieron librarse de ciertas normas morales o espirituales, y lo más rápido y cómodo fue declarar a Dios inexistente para poder vivir como se les diera la gana sin pensar en rendirle cuentas....), dicen no creer en Dios con mayúscula, pero no pueden evitar adorar a algún dios con minúscula.
Para satisfacer su ansia de trascender sus límites, su necesidad de pertenecer a alguien o a algo más grande que ellos, hacen de lo que sea su dios.
Afirmaba el famoso escritor inglés Chesterton: ‘cuando el hombre no cree en Dios, no es que no cree en nada, es que cree en cualquier cosa’. En otras palabras, como dice el dicho: ‘el que no conoce a Dios, dondequiera se anda hincando’.
Y así, para algunos, su dios es el poder, el afán de dinero, para otros es la política, el deporte; la tecnología, el arte; otros más vuelven su dios el alcohol, la droga, la belleza física, el placer sexual...
Y en el servicio de estos falsos dioses desgastan, desperdician su vida.
Y digo desperdician porque hay una diferencia incomparable entre servir a esos dioses y servir al verdadero Dios.
Por ejemplo, los dioses del mundo son impacientes, inclementes y exigen resultados, triunfos contantes y sonantes, en cambio Dios toma en cuenta no sólo las acciones sino las buenas intenciones, ve lo bueno aunque sea minúsculo y esté oculto en lo más profundo del corazón.
Los dioses del mundo no perdonan errores ni fracasos, en cambio Dios es misericordioso y está siempre dispuesto a disculpar, a dar otra oportunidad.
Los dioses del mundo no son agradecidos ni ofrecen una recompensa real o duradera, en cambio Dios premia hasta de la más insignificante buena obra, y nadie le gana en generosidad, y Su recompensa comienza en esta vida, pero no termina aquí sino que continúa por toda la eternidad.
Dice el salmista, “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor” (Sal 34,9).
Lamentablemente nos vemos constantemente tentados a servir a los señores del mundo.
Por eso resulta oportuno lo que leemos en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Jos 24, 1-2a.15-17.18b).
Josué, el hombre que quedó al frente del pueblo de Israel a la muerte de Moisés, plantea una cuestión de impresionante actualidad:
“Digan aquí y ahora a quién quieren servir: ¿a los dioses a los que sirvieron sus antepasados...o a los dioses...en cuyo país ustedes habitan?”
Y a continuación elige el camino mejor, el que ojalá elijamos también nosotros:
“En cuanto a mí toca, mi familia y yo serviremos al Señor”.