Maledicencia
Alejandra María Sosa Elízaga**
Es entretenido ver a gente competir en un reto creativo en el que con límite de tiempo y material, se la tiene que ingeniar para realizar algo genial.
Quizá por eso han proliferado los llamados ‘reality shows’, programas de televisión en los que luego de una convocatoria a la que acuden miles de participantes, quedan al final veinte, doce o diez que en cada programa tienen que elaborar lo que se les solicita, y en cada desafío el mejor gana un premio y el peor es eliminado.
Hay concursos de alta cocina, alta costura, diseño, pintura, videos, maquillaje cinematográfico, peluquería, panes, pasteles, decoración de interiores, etc. y en todos el formato es similar: cada programa inicia cuando se les anuncia a los participantes lo que tendrán que hacer; luego se ve cómo lo hacen, qué dificultades enfrentan, lo que les sale bien, lo que les sale mal, y al final, los jueces lo examinan todo y dan su veredicto.
A lo largo del programa se insertan pequeños segmentos en los que aparece alguno de los concursantes comentando algo, por ejemplo qué le parece ese reto, o cómo se siente en determinado momento o ante cierto contratiempo.
Ello permite echar un vistazo al interior de cada uno, conocerle mejor.
Pero quién sabe por qué, temo que tal vez azuzados por los entrevistadores, prácticamente todos los concursantes aprovechan sus ratitos a solas frente a la cámara para hablar mal de alguno o alguno de sus compañeros.
Y dan un lamentable espectáculo con sus venenosos comentarios.
Que si ese no tiene sazón, que si aquella tiene muy mal gusto, que si aquel es un mediocre, que si aquel otro es insoportable y ojalá se vaya pronto...
¡Qué pena da oírles hablar así!
No consideran, o no les importa, que probablemente los familiares de ese compañero del que están hablando pestes, están grabando todos los episodios de la serie y un día él los va a ver y se va a enterar de lo que dijeron, y se va a indignar, enojar o deprimir, y si luego de decir aquello cambiaron de opinión y se volvieron amigos, ese comentario grabado, un día lo herirá y puede distanciarlos.
Quienes creen que tienen que echarle tierra a los demás para sobresalir, cavan su propia fosa.
Es que quien habla mal queda mal.
Cree que exhibe a la persona a la que critica, pero se exhibe a sí mismo, revela no sólo su propia inseguridad, sino su falta de tolerancia, comprensión, empatía, caridad.
Eso a los concursantes parece no importarles.
Es común que alguno comente: ‘estoy aquí para ganar, no para hacer amigos’ (lo cual es una lástima, porque desperdicia miserablemente la oportunidad de salir de allí con un buen grupo de amistades que comparten sus mismos intereses).
Pero a nosotros sí que debe importarnos.
Entre familiares, amigos, conocidos, miembros de un grupo, de una comunidad, sucede con demasiada frecuencia que se comente algo negativo de otro que no está presente.
Pero como decía mi mamá, qepd. ‘nadie se hizo mejor porque otros hablen mal de él a sus espaldas’, sabias palabras que implican dos cosas: que estamos llamados a buscar que los demás sean mejores, no peores, y que hablar mal a nadie le hace bien: ni al que lo hace, ni al que lo escucha, ni al criticado.
No hay que decir lo que pensamos, sin antes pensar si lo decimos, sin valorar si hará bien o si caeremos en lo que se llama ‘maledicencia’, una falta contra la que nos advierte san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ef 4, 30-5,2).
Pide el Apóstol: “Destierren de ustedes la aspereza, la ira, la indignación, los insultos, la maledicencia y toda clase de maldad” (Ef 4, 31).
Y si leemos un poquito antes, encontramos que aconseja: “No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen” (Ef 4, 29).
Tenemos aquí una buena guía para saber cuándo hablar y cuándo callar.
Si lo que queremos decir va a dañar a alguien, si no va a resultar edificante, si no va a hacer el bien, entonces es mejor no decirlo.
Es difícil resistir la tentación de hablar mal, sobre todo cuando es de alguien que nos cae mal, pero debemos procurarlo, y contamos con la gracia de Dios para lograrlo.
Aceptemos Su ayuda.
Hagamos nuestras las palabras que escribió el Cardenal Verdier al inicio de su bella oración:
“Oh, Espíritu Santo,
Amor del Padre y del Hijo:
Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo;
lo que debo callar;
cómo debo actuar,
lo que debo hacer
para gloria de Dios,
bien de las almas,
y mi propia santificación...”