Antes de las codornices y el maná
Alejandra María Sosa Elízaga**
¿Te ha pasado que haces algo bueno por alguien y te lo toma a mal?
Es muy común malinterpretar la buena intención de alguien.
Es el caso del joven que se queja de que sus papás le hacen demasiadas preguntas, pero ellos sólo quieren saber cómo está y cómo le va en la escuela; la nuera que se queja de que la suegra cree que no sabe cocinar, cuando ésta sólo quería compartirle una receta que sabe le encanta a su hijo; la esposa que se molesta porque su marido le regala un aparato para hacer ejercicio, lo toma como indirecta de que la considera gorda, cuando él sólo buscaba ayudarla a mantenerse saludable.
Basten estos ejemplos, y otros que se te ocurran a ti, para mostrar que con demasiada frecuencia nos regimos por ese triste dicho que dice: ‘piensa mal y acertarás.’
Pero cabe que nos preguntemos: ¿por qué creemos que acertaremos si pensamos mal?
Tal vez porque como dice otro dicho: ‘cree el león que todos son de su condición’, nos proyectamos en los demás y suponemos que tienen las mismas motivaciones egoístas, mezquinas, o malintencionadas que a veces tenemos nosotros.
Pero pensar mal nos hace mal, no sólo porque nos enoja y nos preocupa la supuesta mala intención de los demás hacia nuestra persona, sino porque por lo general estamos en un error, y cuando lo comprobamos suele ser demasiado tarde, ya nos peleamos o distanciamos de aquella persona a la que injustamente juzgamos mal.
Habría que preferir, en lugar de aquel dicho, este otro: ‘siempre presupón la buena intención’.
Y si esto aplica a las relaciones entre las personas, ¡cuánto más debía aplicar con relación a Dios!
A Él nunca debíamos juzgarlo con criterios humanos, ni pensar que actúa motivado por las mismas malas intenciones que a veces nos motivan a nosotros.
Y sin embargo, lo hacemos.
Para muestra, la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Ex 16, 2-4.12-15).
En ella se nos narra que el pueblo, del que Dios se compadeció, al que liberó de la esclavitud en Egipto, separando portentosamente las aguas del mar Rojo para que pudieran caminar en medio de ellas y escapar de sus enemigos; al que condujo fielmente por el desierto hacia la tierra prometida, guiándolo con una nube de día y una columna de fuego de noche, al que dio de beber en el desierto, dando a Moisés un madero para que transformara milagrosamente agua amarga en agua dulce; al que cuidó como un Padre amoroso y consecuentó hasta la exageración, se puso a murmurar y a pensar mal, dando por sentado que la razón de Dios para sacarlos de Egipto era llevarlos a morirse de hambre en el desierto.
Dice el texto que el pueblo murmuró contra Moisés y Aarón, que realmente era murmurar contra Dios, pues Él había elegido a Moisés como líder y a Aarón como su mano derecha, para guiar a Su pueblo.
A pesar de que el Señor les dio sobradas muestras Su amor por Su pueblo, a la primera contrariedad, pensaron mal de Él; olvidaron todos los beneficios recibidos y se enfocaron solamente en lo que de momento les faltaba, lo que no tenían, lo que no les había concedido todavía.
¡Qué necios y ciegos!, y ¡cómo nos parecemos a ellos!
A lo largo de nuestra vida, Dios nos ha dado incontables pruebas de Su amor por nosotros; nos ha ayudado a superar todo lo que nos ha tocado vivir hasta ahora, nos ha colmado de Su gracia y bendición, y sin embargo, en cuanto algo no sale como esperamos, cuando no obtenemos al instante lo que le pedimos, de inmediato nos quejamos, murmuramos, sospechamos de Sus intenciones, pensamos que nos quiere castigar o que nos ha olvidado.
Qué triste para Él verse una y otra vez, una y otra vez, cuestionado; qué pena que no importa cuánto haya hecho por nosotros a lo largo de nuestra vida, ¡nunca nos basta!
¿Qué hace Dios ante tamaña desconfianza e ingratitud?
Lo vemos en el citado texto bíblico: no reaccionó como seguramente hubiéramos reaccionado nosotros, con ira o al menos indignación, sino que se mostró como es Él, comprensivo y benevolente, y les envió codornices y maná para saciar su hambre.
Ojalá nos atreviéramos a hacer lo que no hizo aquel pueblo en el desierto, y le pidamos a Dios perdón por nuestra falta de confianza, tengamos siempre presentes todas Sus bendiciones, y antes de que nos envíe las codornices y el maná, le expresemos, con hechos y palabras, que nos dudamos de Su amor por nosotros, que confiamos en que todo lo hace por nuestro bien; dejemos de quejarnos, y si lo que le pedimos llega pronto, tarde o nunca, igual se lo agradezcamos.