Se busca profeta
Alejandra María Sosa Elízaga**
Larga barba, de preferencia blanca.
Mirada llameante.
Voz atronadora.
Dedo flamígero.
Facilidad de horario y disponibilidad para dejar familia, casa, patria, y viajar a donde sea.
Disponibilidad para casarse con un cónyuge infiel, quedarse sin amigos, sufrir burlas, persecución.
Disponibilidad para ser exiliado o matado a pedradas.
Tal vez imaginamos que éstos son los requisitos para ser profeta, por lo que hemos sabido de algunos profetas del Antiguo Testamento, pero como no damos ni queremos dar ese ‘perfil’, pensamos: ‘eso de ser profeta no es para mí’.
Sin embargo, justo cuando creíamos poder desentendernos del asunto, descubrimos, en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Am 7, 12-15), que Dios eligió como profeta a un muchacho que ni tenía barba blanca ni tenía mirada llameante ni voz atronadora ni en sus más locos sueños se imaginó llegar a ser profeta, porque lo suyo era sencillamente cuidar ganado y cultivar higos.
¡Eso sí que no nos lo esperábamos!
Quiere decir que Dios que no es nada quisquilloso a la hora de escoger a quién enviar, y, aquí viene la parte que nos pone a temblar: si llamó a ser Su profeta a alguien que definitivamente no cumplía con el ‘perfil’, nada impide que también a nosotros nos pueda elegir.
Y de hecho ¡ya lo hizo!
Por nuestro Bautismo recibimos la dignidad (y diría que también el deber) de ser profetas.
Así que no tenemos más remedio que reconsiderar el asunto.
Y cabría empezar por definir qué entendemos por profeta.
Un profeta no es, como muchos piensan, alguien que anuncia lo que sucederá en el futuro, que dice ‘profecías’, aunque desde luego no se descarta que Dios le revele algo que ocurrirá para que lo anuncie y cuando eso se cumpla la gente se dé cuenta de que es un verdadero profeta (los profetas que anuncian acontecimientos que no se cumplen, son ‘profetas patito’, ‘profetas pirata’, no hay que hacerles caso, y en estos días, ¡abundan!).
Ser profeta significa ‘hablar de parte de’, ser profeta de Dios es hablar de parte de Dios, pero ojo: no por cuenta propia, no lo que a uno se le ocurra que Él querría decir, sino prestando primero oído a lo que Él diga, para poder ir luego a comunicarlo. Por eso lo primero para un profeta, antes que hablar es escuchar, prestar atención a la Palabra de Dios que se le comunica, porque es la que debe comunicar.
¿Qué significa eso hoy en día ser profeta?
Ser profeta significa, en primer lugar, no conformarse con sólo ir a Misa el domingo (o peor aún, de vez en cuando), en calidad de espectador, a ‘oír’ las Lecturas sin dejarse interpelar por ellas, a recibir el perdón, el amor, la gracia de Dios, como un avaro que lo acumula todo sin compartirlo con nadie.
Ser profeta significa atreverse a preguntarle a Dios: ¿qué quieres que haga por Ti?, ¿a quién quieres que le hable de Ti?, ¿a dónde quieres enviarme?
No temas que te responda que te mandará de misionero a Timbuctú. Él nunca envía a nadie a quien no le haya puesto antes en el corazón el amor a la misión.
Te enviará a donde te necesite, sí, pero conociéndote bien, te enviará a donde sepa que puedes ir.
Y tal vez te sorprenderá que no te envíe lejos. Que te pida que te quedes donde estás y le hables de Él a tu familia, a tus compañeros de trabajo, a la gente con la que convives todos los días.
Claro que para poder hacer eso, antes tendrás que saber qué dice Dios.
Ser profeta significa disponerse primero a escucharlo.
Considera esto: es muy distinto oír una conferencia sabiendo que puedes olvidarla mañana y no pasa nada, a saber que tienes que darla tú mañana. Eso te hace prestar mucha atención, procurar grabarte lo esencial, repasar en tu mente lo que te tocará decir.
Del mismo modo, es muy diferente escuchar lo que dicen las Lecturas en Misa como quien oye llover, pensando que lo puedes olvidar, a escucharlo sabiendo que lo debes comunicar.
Ser profeta implica escuchar para hablar, aprender para enseñar, recibir para dar.
Y no siempre lo que se hable, lo que se enseñe, lo que se dé será valorado o bien acogido.
Ser profeta significa no desanimarse ante el rechazo, la crítica, la burla, y hoy en día, incluso la persecución, la tortura y aún la muerte.
El ochenta por ciento de quienes sufren discriminación en todo el mundo, son cristianos perseguidos a causa de su fe. Cada hora muere un feligrés. Estremecedor dato que muestra los riesgos de ser profeta, pero ello no es razón para claudicar, porque Aquel que envía al profeta, le acompaña y le sostiene hasta el final.
Los cristianos perseguidos en Irak, han sido expulsados de su tierra, obligados a dejar atrás casa, coche, trabajo, bienestar económico, familiares, todo, por su fe en Cristo, y se han mantenido fieles.
Conmueve que en lugar de renegar o darse por vencidos, muchos han dibujado en las precarias tiendas de campaña del campamento de refugiado en el que ahora viven: “Jesús es la Luz del mundo”. Puedes ver la imagen en este link: http://bit.ly/1gtsHlw
La paz, el perdón, la buena voluntad de los cristianos desplazados, ha impresionado a muchos de sus perseguidores, algunos de los cuales han abierto su corazón a Jesús.
Si ellos, en condiciones tan adversas han sabido ser profetas, han conservado su fe y la han sabido anunciar, ¿qué pretexto tenemos tú y yo para callar?
Ser profeta significa, por último, dar sin tregua testimonio de palabra y de obra, como pide san Pablo: con pureza, sabiduría, paciencia y amabilidad; con la fuerza del Espíritu Santo y amor sincero, con el poder de Dios y con palabras de verdad. (ver 2Cor 6, 4-7).