Lenguas nuevas
Alejandra María Sosa Elízaga**
Cuando alguien que no habla nuestra misma lengua hace un esfuerzo por hablarla, solemos corresponder haciendo un esfuerzo por entenderle, por interpretar qué quiere decir cuando pronuncia mal o usa mal una expresión.
Qué desagradable es para los viajeros, visitar un país cuyos habitantes no hacen el menor esfuerzo por entender a quien no les habla en su idioma.
Y qué mal nos caen quienes haciendo gala de insensibilidad, se burlan de quienes en su intento por comunicarse con ellos, cometen errores al hablar un idioma que no es el propio.
Apreciamos que otros quieran comunicarse con nosotros en nuestra propia lengua, y acogemos más fácilmente lo que quieran decirnos.
Tal vez por eso, uno de los dones que el Espíritu Santo otorgó a los miembros de la primera comunidad cristiana, fue el don de lenguas, que les dio la capacidad de hablar de las maravillas de Dios a personas venidas de los más diversos pueblos y regiones, y que cada una les escuchara en su propio idioma, según narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este Domingo de Pentecostés (ver Hch 2,1-11).
Cuando leemos lo que allí sucedió nos maravillamos y quizá nos preguntamos, esa capacidad prodigiosa, ¿la tuvieron sólo los apóstoles o podemos tenerla nosotros?
Cabe dar dos respuestas a esta pregunta.
Por una parte, lo que se conoce propiamente como ‘don de lenguas’ es algo que no podemos conseguir por nosotros mismos, es el Espíritu Santo quien lo concede libremente a quien quiere. No es algo común ni para todos, y quien lo recibe no ha de sentirse superior o jactarse, sino aprovecharlo para gloria de Dios y edificación de la comunidad.
Pero, por otra parte, podemos también darle un sentido espiritual a eso de hablar en lenguas que todos puedan comprender, y entenderlo como la capacidad que nos da el Espíritu Santo de ir al encuentro de otros con empatía, es decir, siendo capaces de ponernos en sus zapatos, de comunicarnos con ellos de igual a igual, de hablar su mismo lenguaje. Vemos esto claramente, por ejemplo, en la extraordinaria capacidad de comunicación que el Espíritu Santo ha dado al Papa Francisco, que sabe transmitir, de manera sencilla, cálida, espontánea, mensajes profundos que nos mueven a acercarnos más a Dios y a los hermanos.
También nosotros podemos hablar esta clase de lenguas nuevas, un lenguaje que quizá nunca antes habíamos empleado, por ejemplo, un lenguaje en el que logremos comunicarnos con ese pariente difícil, con ese compañero de trabajo que nos hace la vida imposible, con esa persona que parece tan distante; un lenguaje en el que no se perciba nuestra mal disimulada impaciencia; un lenguaje con el que no hagamos sentir mal a los demás; un lenguaje que realmente exprese comprensión, misericordia, perdón.
El don de hablar estas lenguas nuevas es algo que recibimos en el Bautismo, y aunque quizá no todos o no siempre lo hemos ejercido, nunca es demasiado tarde: contamos siempre con la ayuda pronta y eficaz del Espíritu Santo, que nos lo regaló y nos inspira a emplearlo.