Haciendo el bien
Alejandra María Sosa Elízaga**
“Pasó haciendo el bien”
Con esta breve frase, que leemos en la Primera Lectura que se proclama en Misa este Domingo de Pascua (ver Hch 10, 34.37-43), san Pedro resumió genialmente todo lo que hizo Jesús en este mundo: el bien.
Es verdad. Sanó enfermos, revivió muertos, expulsó demonios, consoló afligidos, reparó injusticias, defendió la dignidad de desposeídos y discriminados, anunció la Buena Nueva del Reino, un Reino de amor, paz, perdón, justicia, verdad, al que estamos todos convocados. Todos los que se encontraron con Él con corazón bien dispuesto, quedaron colmados de amor y esperanza.
Realmente hizo el bien. Pero cabe preguntarnos, ¿sólo lo hizo en el pasado?, en ‘aquel tiempo’, del que hablan los Evangelios?
Mucha gente considera que Jesús fue un gran filántropo, una buena persona que hizo actos notables en favor de los demás y punto.
Y tendrían razón si no fuera porque hay algo que diferencia a Jesús de todos los filántropos y ‘buenas gentes’ que ha habido en el mundo: ellos murieron y se quedaron muertos, pero Cristo murió y ¡no se quedó muerto! Tenemos incontables testimonios de ello; el propio san Pedo dio fe de que así sucedió; en la Lectura dominical lo vemos afirmar ante una multitud, que él y muchos otros testigos, comieron y bebieron con Jesús “después de que resucitó de entre los muertos” (Hch 10, 41).
Que Jesús, que “pasó haciendo el bien”, haya resucitado, tiene para nosotros, al menos, tres implicaciones:
1. Por una parte, significa que Jesús no era simplemente un buen hombre, sino el Hijo de Dios, “Dios-con-nosotros” (Mt 1,23), y por lo tanto, el bien que hizo no se limitó, como necesariamente se limita el bien que podemos hacer los seres humanos, a proporcionar un beneficio para esta vida, sino que el bien que hizo tiene una trascendencia infinita, es semilla de vida eterna.
2. En segundo lugar, y no por ello menos importante, significa que Jesús no solamente hizo el bien en el pasado, como hubiera sucedido si hubiera sido un hombre bueno que hubiera muerto y se hubiera quedado muerto. Como resucitó, está vivo, y es el mismo ayer, hoy y siempre, el bien que hizo en el pasado, lo sigue haciendo hoy.
No en balde una Plegaria Eucarística se dirige a Dios Padre en nombre de Jesucristo, nuestro Señor, “por quien concedes al mundo todos los bienes”, tiempo presente que indica que los sigue concediendo.
Ello implica que en toda circunstancia, en las alegrías y las tristezas, cuando todo sale bien y cuando no, podemos volver hacia Él la mirada y el corazón con la absoluta confianza de que, como afirma san Pablo, “en todo interviene para bien” (Rom 8, 28), que de Él recibimos siempre bienes y sólo bienes, aunque no siempre sepamos reconocerlos ni agradecerlos.
3. Por último, significa que si Jesús hizo y hace el bien, y nosotros somos Sus seguidores, más aún, Él es nuestra cabeza y nosotros somos Su cuerpo (ver Col 1,18), estamos llamados a imitarle, a hacer el bien como Él.
Ello implica no sólo no hacer el mal, sino no conformarnos con no hacerlo, no quedarnos de brazos cruzados, aferrados a la falsa seguridad que nos da la inmovilidad (si no me mueve no tropiezo, no caigo, no me lastimo...). Estamos llamados a hacer el bien, y la gran noticia es que contamos no sólo con el ejemplo de lo que hizo Jesús en el pasado, y que leemos en los Evangelios, sino con la ayuda que nos da en el presente, tanto por el bien que hace hoy en día en nuestra vida (y hay que estar atentos para captarlo y agradecerlo), como por la ayuda que nos da para que podamos imitarlo.
Decía santa Teresa de Ávila que no debemos desesperar por tener el corazón pequeño, egoísta, mezquino, pues Dios tiene el poder de hacernos grande el corazón.
Así pues, si nos cuesta hacer el bien, si nos gana el egoísmo, la indiferencia, la flojera, tomémonos de la mano llagada del Resucitado, pidámosle que nos enseñe a darnos, como Él, sin medida, y nos mantenga siempre a Su lado, haciendo el bien.