Hacia un final feliz
Alejandra María Sosa Elízaga**
Ese refrán que dice: ‘lo que mal empieza, mal acaba’, no toma en cuenta que Dios puede intervenir en algo que empezó mal, o que empezó bien pero se puso mal, y que Él puede hacer que acabe bien, darle un sentido distinto al que le da el mundo, y por lo tanto, un inesperado final feliz.
Es significativo que en este Domingo de Ramos, en que se proclama en Misa el relato de la Pasión de Cristo, las Lecturas y el Salmo, iluminan oportunamente ciertas situaciones específicas que aparecen en el Evangelio, y nos ayudan a ver que las cosas no se pueden juzgar sólo con criterios humanos.
Por ejemplo, en el Evangelio se narra que Jesús fue escupido y abofeteado (ver Mc 14, 65). ¿Qué puede haber más enojoso y humillante que recibir un escupitajo en plena cara? y ¡qué desconcertante que quien lo reciba ni se defienda ni replique nada! A los ojos del mundo podría parecer que quien se somete a semejante maltrato es un ‘perdedor’, un fracasado, o un miedoso que se aguanta lo que sea. Pero no es así. En la Primera Lectura vemos que cuando el profeta Isaías sufrió injurias, no apartó su rostro de los golpes y salivazos, ¿por qué? porque encomendó su causa al Señor; tuvo la certeza de que el Señor lo ayudaría; sabía que no quedaría avergonzado.
En el relato evangélico vemos a Jesús clamar al Padre: “¿por qué me has abandonado” (Mc 14, 34), y alguien podría pensar que Dios lo abandonó, pero no es así. No se hubiera dirigido al Padre si hubiera creído que no lo escucharía. Para comprender las palabras de Jesús, entra al quite el Salmo Responsorial de este domingo, que nos descubre que Jesús estaba orando con el Salmo 22, cuyo autor en un principio expresa su sentimiento de soledad en medio de sus sufrimientos (ver Sal 22, 2-3), pero termina con una nota triunfal alabando a Dios e invitando a otros a alabarlo (ver Sal 22, 23-32).
Y por último, en el Evangelio dominical, vemos a Jesús morir en la cruz, y no falta quien crea que fracasó, que Su misión se malogró, que todo quedó en nada. Como algunas películas que se pusieron de moda hace algunos años y que de vez en cuando algún despistado recicla, sea en video o en puestas en escena: ‘Jesucristo superestrella’ y ‘Gospel’. Ambas terminan en que Jesús muere, lo entierran, se despiden y se van. No hay nada más que hacer, no hay Resurrección, no hay esperanza. El fracaso total.
Pero no sucedió así en realidad. Es cierto que al final del Evangelio dominical vemos a Jesús morir en la cruz. Pero hay un elemento que permite comprender que no todo quedó allí: un soldado dijo una frase que respondió a la pregunta que vino resonando en todo el Evangelio casi desde Su inicio: ‘¿quién es Jesús?, ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4, 41); ¿quién es éste que cura incurables, que expulsa demonios, que revive muertos? Jesús no quiso que se supiera la respuesta antes de tiempo (por eso mandaba callar a los demonios que decían quién era Él -ver Mc 1 23-25. 34); no quiso dar a conocer que era el Mesías porque la gente esperaba un mesías político. Pero en la cruz sí permitió esa revelación, cuando quedaría clarísimo qué clase de Mesías era Él: uno que no vino a atropellar, sino a rescatar; uno que no vino a imponerse por la fuerza sino a conquistar con amor; uno que no vino a liberar al pueblo de sus enemigos políticos, sino del pecado y de la muerte.
Desde la cruz Jesús permitió que se revelara Quién era, y eligió para ello inspirar a un pagano, a un centurión romano que al verlo morir exclamó: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios” (Mc 15, 39).
Así, el Evangelio dominical termina con una afirmación que nos hace estremecer porque, por un lado, nos hace comprender cuánto nos ama Dios que fue capaz de enviarnos a Su Hijo a salvarnos, y cuánto nos ama Jesús que por amor a nosotros fue capaz de padecer todo lo que padeció, y, por otro lado, nos da la esperanza de saber que como Jesús es Hijo de Dios, la muerte no tendrá poder sobre Él, resucitará como lo prometió (ver Mc 8, 31; 9, 31; 10, 32-34).
San Pablo nos hace ver, en la Segunda Lectura dominical, que si Jesús renunció a los privilegios de Su condición divina, se anonadó, se dejó humillar, y aceptó la muerte más atroz, la muerte de Cruz, fue por obedecer la voluntad del Padre, y que, por ello Dios “lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 9). Ello nos permite escuchar el relato de la Pasión con otra perspectiva, tener presente que si Jesús penetró hasta lo más oscuro de nuestra realidad humana, no fue para quedarse allí, sino para iluminarla, para abrirle una salida e invitarnos a salir de allí con Él.
Tenemos así tres escenas evangélicas de aparente fracaso, iluminadas por tres textos previos que nos permiten no sólo comprender que lo que padeció Jesús no fue un fracaso, sino nos ayudan también a considerar que cuando las cosas no nos resultan como esperábamos, cuando todo parece salirnos mal, cuando se multiplican las dificultades y problemas, y tenemos la tentación de sentirnos desanimados y fracasados, hay una esperanza; en toda derrota late un germen de vida.
Jesús, traicionado, negado, escupido, abofeteado, flagelado, abandonado por casi todos Sus discípulos, y clavado en una cruz para sufrir la muerte más espantosa, transformó esa realidad de aparente humillación y fracaso, y nos obtuvo la victoria más grande, la que nunca hubiéramos podido imaginar ni alcanzar por nosotros mismos.
Así, a todo sufrimiento, a todo dolor, a todo aparente fracaso, podemos encontrarle aquello que puede transformarlo en camino de luz y de santidad. Basta unirlo a lo que Cristo padeció, hallarle su sentido redentor y aprovecharlo para crecer en humildad y en amor.
A los ojos del mundo, lo que mal empieza mal acaba, pero no para Dios. Él, que pudo convertir la peor situación, en fuente de la mayor salvación, sabe aprovechar lo que pongamos en Sus manos, para que, sin importar cómo haya empezado, termine bien y, sea, sobre todo, para nuestro bien y el de los demás.