Amor con amor se paga
Alejandra María Sosa Elízaga**
Fue una de esas experiencias que empiezan muy mal y acaban muy bien, y por eso no se olvidan nunca.
La platicó un viejito. Era una anécdota de su infancia, y la contó como si hubiera sucedido ayer. Dijo:
“Recuerdo el tremendo silencio en el salón de clases; nadie hablaba, nadie se movía. Al frente el maestro, muy enojado porque alguien rompió la ventana, preguntó quién fue, mirando a cada uno detenidamente, pero nadie respondía.
Entonces, tratando de cargarle la conciencia al culpable, dijo que si nadie confesaba, todo el salón sería castigado sin ir al paseo que teníamos programado.
En el recreo encontré a mi hermano mayor, Ángel, que iba en mi misma escuela, y le confesé que fui yo quien rompió el vidrio, de un pelotazo, y que no me atreví a alzar la mano pues ya tenía ceros en conducta, y el director me amenazó: ‘uno más y te expulsamos’.
Me dolía que se fastidiaran mis compañeros por mi culpa, pero me dolía más darle un disgusto a mis papás y que me castigaran.
Mi hermano se apiadó, dijo, ‘no te preocupes, voy a decir que fui yo; tengo diez en conducta así que no me van a correr; lo principal es que puedas seguir estudiando’.
Sorprendido y aliviado, agradecido y avergonzado acepté.
Grande fue la conmoción cuando se ‘supo’ que rompió el vidrio Ángel, pues era un alumno ejemplar. Los que le tenían envidia aprovecharon para burlarse, y soportó callado muchas críticas y mofas.
Al llegar a casa contó que rompió el vidrio; mi papá lo regañó, dijo que no esperaba eso de él, que de su dinero de ‘domingo’ tendría que pagarlo, y lo llevó al cuarto a pegarle con su cinturón.
Mi mamá y yo nos quedamos afuera, oyendo los cuerazos; los aguantó sin quejarse. Creo que eso me dolió más que si hubiera gritado como gritaba yo cuando mi papá me pegaba.
Hubiera querido decir algo pero no pude; sólo me puse a llorar.
Mi mamá me abrazó y me dijo: ‘¡ay, mijito, cuánto te quiere tu hermano!’. Con esa infalible intuición materna ¡se había dado cuenta de todo!, pero no me regañó ni me denunció con mi papá, sólo me hizo notar el amor de mi hermano, que por librarme a mí fue capaz de echarse la culpa y recibir un castigo que no merecía.
Desde entonces cambió mi relación con él, se volvió mi héroe; si me llamaba la atención yo ya no me enojaba como antes, sino procuraba corregirme, trataba de darle gusto, me alegraba hacerle favores, quería tenerlo contento, y cuando me sacaba un diez, antes que a mi papá, corría a enseñarle la boleta de calificaciones a él.
Y es que aunque le cooperé para el vidrio, y mi mamá más, no había modo de pagarle más que mostrándome agradecido.
Nunca olvidé lo que hizo por mí, lo que aguantó, en aquella ocasión, y en muchas otras, por cariño a mí.
Fue para mí más que un hermano, fue mi maestro, mi consejero, mi confidente, mi mejor amigo.”
Al viejito se le humedecieron los ojos recordando a su hermano, y quienes lo escuchamos opinamos que nos hubiera encantado conocer a un ser tan especial.
Recordé esta anécdota al leer una frase, breve pero muy significativa, en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Pe 3, 18-22).
Dice san Pedro que Cristo dio Su vida “por los pecados de los hombres; Él, el justo, por nosotros, los injustos, para llevarnos a Dios”. (1Pe, 3,18).
Jesús, “el justo, por nosotros, los injustos”.
Él, que nunca cometió pecado, asumió nuestros pecados y pagó por nosotros, pecadores.
Nuestras faltas eran tales y tantas que hubieran ameritado, como el niño aquel, la expulsión, la eterna condenación.
Nunca hubiéramos podido expiarlas. Nada que hubiéramos hecho nos habría alcanzado la salvación.
Pero Cristo vino a redimirnos.
Redimir viene del término ‘redimere’, compuesto por ‘re’ o ‘red’, que implica un regreso, un movimiento hacia atrás, y ‘emere’: comprar. Redimir significa re-comprar, es decir, volver a adquirir o rescatar algo propio que se había perdido o había sido arrebatado.
Cristo vino a redimirnos, a rescatarnos para Dios, a librarnos de las garras del Maligno, del poder de la muerte y del pecado.
Asumió el castigo que nos correspondía, nuestra deuda, lo que debíamos y que jamás hubiéramos podido pagar, y lo pagó con Su sangre.
Sin merecerlo padeció burlas y azotes y aceptó todo calladamente, mansamente.
Dio Su vida en rescate por la nuestra.
Y así como la mamá de aquel niño le hizo notar el amor de su hermano, la Iglesia, como Madre de Cristo y Madre nuestra, dispone este tiempo de Cuaresma y Semana Santa, para hacernos notar: ‘¡mira cuánto te ama Cristo, tu Hermano!’.
Ella quisiera que cada uno pueda reconocer y afirmar: “Me amó, y se entregó a Sí mismo, por mí” (Gal 2,20).
Nos invita a meditar lo que hizo Cristo por nosotros; para movernos a gratitud y a corresponder a Su amor.
Como decía santa Teresa de Ávila: ‘amor con amor se paga’.
Qué triste que muchos crean que para mostrarle su gratitud y agradarle, basta con no comer carne los viernes cuaresmales. Qué bueno cumplir con ese requisito, pero no es suficiente, porque no se trata de observar una norma para estar ‘en orden’ y quedar en paz, sino de corresponder de corazón a lo que Cristo hizo de corazón.
Y más triste aún que muchos otros piensen: ‘no quiero darme cuenta, no quiero considerar lo que hizo, no quiero ver a Cristo sufriente en el Huerto, no quiero acompañarlo en el Calvario, no quiero contemplarlo morir por mí, prefiero evadirme en la Cuaresma e irme a la playa en Semana Santa.’
Estamos a tiempo, y no hay tiempo que perder, de aprovechar esta Cuaresma y la Semana Santa para reflexionar en lo que Jesús ha hecho por amor a nosotros, y mostrarle, como aquel niño con su hermano querido, de mil maneras, con mil detalles, el azoro y el alivio, la vergüenza y la gratitud que sentimos de que haya tomado nuestro lugar, recibido el castigo que nos correspondía, y pagado una deuda inmensa que nunca hubiéramos podido saldar.