¡Ay de mí!
Alejandra María Sosa Elízaga**
‘¡Ay de ti!’
Es una frase que probablemente hemos oído desde que éramos chicos.
Acostumbran usarla parientes, maestros, jefes, amigos, para movernos a hacer o dejar de hacer, decir o dejar de decir algo. Quien la escucha intuye que o la obedece o sufrirá desagradables consecuencias.
Llama la atención escuchar este velada amenaza de labios de san Pablo y más aún, ¡que la dirija contra sí mismo!
En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Cor 9, 16-19.22-23), dice el apóstol: “¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!” (1Cor 9,1 6).
¿A qué se refiere? Sabemos que el Señor Jesús fue quien lo envió a predicar, y que también la comunidad lo envió a predicar, pero ni Él ni ésta emplearon amenazas, todo lo contrario, la comunidad oró por él (ver Hch 13,3) y Jesús incluso se le apareció para consolarlo y animarlo a continuar (ver Hch 23, 11).
Entonces, ¿por qué san Pablo dice: “ay de mí si no predico el Evangelio”, como quien dice: ‘pobre de mí’?, ¿a qué le teme?, ¿qué le sucedería si no lo hiciera?
Que se empobrecería en al menos tres aspectos:
1.- Si no predicara, no conocería a Jesús.
Para poder predicar hay que conocer el Evangelio, encontrarse ahí con Jesús, escucharlo hablar, verlo actuar, aprender cómo piensa, qué le gusta y le disgusta. Y, desde luego, encontrarse personalmente con Él en la Confesión, en la Eucaristía...
Quien no se siente llamado a predicar, no se siente llamado tampoco a acercarse a Jesús, a convertirse en discípulo, compañero, amigo, testigo Suyo, ¡pobre de él, perderse Su cercanía, Su amistad!
2.- Si no predicara, no cambiaría.
Para poder predicar no basta conocer a Jesús y hablar de Él, la predicación más efectiva no consiste en palabras sino en obras, demostrar en los hechos lo que se dice, esforzarse por vivir coherentemente lo que se cree.
Quien no se siente llamado a predicar, no se siente llamado a ser congruente con su fe y cambiar lo que no esté bien en su propia vida, enderezar lo que esté chueco; no se esfuerza por vivir una verdadera conversión. Pobre de él que se queda siempre en las mismas.
3.- Si no predicara, no contribuiría a enriquecer a otros.
Predicar implica compartir la propia fe, presentarle el Amigo a los amigos, animarlos a conocerle, llamarles, como hacía san Juan Pablo II, a abrir de par en par las puertas del corazón a Cristo, para que Él los transforme, los ilumine, los haga plenos y verdaderamente felices.
Quien no se siente llamado a predicar, no se siente tampoco llamado a compartir con los demás la riqueza de su fe, la alegría de su esperanza, no invita a nadie a conocer a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. ¡Pobre de él que desaprovecha la oportunidad de hacerse y hacer un grandísimo bien!
Con razón Pablo dijo “¡ay de mí! si no predico el Evangelio!”, es decir, ‘¡pobre de mí!’ Sabía cuánto lo empobrecería no lanzarse a predicar.
Lo mismo se aplica a nosotros. También nos empobrece no predicar, desoír el llamado a ser profetas, a hablar en nombre de Dios, que recibimos en nuestro Bautismo, por lo que ojalá nos atrevamos a hacerlo, y cada uno se diga a sí mismo, como san Pablo: “¡Ay de mí si no predico el Evangelio!”
¡Ay de mí si no predico porque no he leído ni reflexionado la Palabra, Jesús es un desconocido para mí y por eso no tengo nada que decir de Él!
¡Ay de mí, si no predico porque no le he abierto las puertas a Cristo y por lo tanto vivo como si Él no existiera, y sigo con mis apegos, temores, rencores, desesperanzas...!
¡Ay de mí, si no predico porque ni mis palabras ni mis obras anuncian que Cristo vive, y no logro iluminar con la luz del Evangelio mi alrededor, ni conducir los corazones a Aquel que es la única fuente que puede saciar su sed de verdad, de alegría, de paz, de esperanza, de amor!