Volver a oír
Alejandra María Sosa Elízaga**
Si nunca hubiéramos hablado con Dios, y la única persona de la que supiéramos que habla con Él, lo hiciera en la cumbre de un monte que nadie puede tocar, ya no digamos subir, bajo pena de morir (ver Ex 19,12), y rodeada de una espesa nube de la que salen tremendos truenos y relámpagos y un poderoso resonar de trompeta, de seguro diríamos espantados como dijeron los israelitas en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Dt 18, 15-20) que “no queremos volver a oír la voz del Señor nuestro Dios, ni volver a ver otra vez ese gran fuego; pues no queremos morir” (Dt 18, 16).
Pero no es así.
Desde que Jesús vino a este mundo, la comunicación con Dios se hizo fácil.
No tenemos que subir una montaña entre rayos y truenos; ya no tememos morir por acercarnos a Él.
Jesús nos enseñó que ese Dios Todopoderoso al que todos le tenían pavor, es en realidad nuestro Padre, más aún, nuestro papá, papito, papi.
Y no sólo nos enseñó a dirigirnos a Él con sencillez y confianza, sino nos animó a hacerlo.
Qué tranquilidad saber que para comunicarnos con Dios no necesitamos escalar una cima humeante y rugiente, eso debería animarnos para hablar con Él a todas horas, todos los días, y sin embargo no es así.
A pesar de que ahora nos habla suavemente, discretamente, silenciosamente, seguimos diciendo como aquellos israelitas: “no queremos volver a oír la voz del Señor”.
¿Por qué?
Porque ahora no es el monte el que echa humo, somos nosotros los que echamos rayos y centellas cuando escuchamos la voz de Dios que nos desconcierta, nos inquieta, nos incomoda y desinstala de nuestras falsas seguridades.
Y así, por ejemplo, no queremos volver a oír la voz del Señor que nos desconcierta con su radical exigencia de amarnos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 13, 34-35).
No queremos volver a oír la voz del Señor que nos inquieta advirtiéndonos que no nos perdonará si nosotros no perdonamos (ver Mt 18, 23-35).
No queremos volver a oír la voz del Señor que nos incomoda cuestionando el uso que damos a los bienes, que nos desinstala de nuestras seguridades, que nos invita a no confiar sino en Él (ver Lc 12, 15-34).
No queremos volver a oír la voz del Señor, pero ¡tenemos que hacerlo!
Porque si no escuchamos Su voz, si cerramos los oídos a Su Palabra, lámpara para nuestros pasos, ¿quién alumbrará nuestro sendero? (ver Sal 119, 105); ¿quién nos dirá palabras de vida eterna? (ver Jn 6, 68), ¿quién nos hablará al corazón como nadie nunca nos ha hablado? (ver Jn 7, 46).