Murmullo de brisa
Alejandra María Sosa Elízaga**
Espeso, negro, aterrador, así se veía ese gigantesco nubarrón circular, que flotaba amenazante sobre un paisaje rural atravesado por un larguísimo camino en el que a la distancia aparecía un coche alejándose, tratando de escapar de ahí lo más pronto posible.
No faltaba nada para que al centro de la densa nube se formara ese temible embudo de tornado que le permitiría tocar tierra y devastarlo todo a su paso, deshaciendo casas como castillos de naipes y levantando trailers por los aires, como si fueran camioncitos de juguete.
Quien lo fotografíó (y por la foto ganó el premio de National Geographic), seguramente no se quedó a ver qué sucedía sino salió de allí despavorido.
En otra imagen, captada al otro lado del mundo, se aprecia un gran valle con unas cuantas construcciones de dos pisos rodeadas de una gran área café que parece un lodazal pero en realidad está compuesta por cientos de casas de barro derrumbadas por un terremoto. No quedó nadie. Si acaso hubo sobrevivientes, se fueron en busca de un lugar seguro.
Y en una tercera foto se ve a docenas de familias abandonando sus hogares porque un incendio forestal amenaza con devorarlos, y al fondo se aprecian, demasiado cerca, llamaradas anaranjadas y siniestras columnas de humo negro.
Torbellinos, temblores e incendios nos espantan (en el amplio sentido de la palabra: nos asustan y nos ahuyentan).
Por eso podemos comprender lo que cuenta la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Re 19, 9. 11-13).
Narra que el profeta Elías estaba en una cueva, y que Dios le dijo: “Sal de la cueva y quédate en el monte para ver al Señor, porque el Señor va a pasar.”
Entonces “vino primero un viento huracanado, que partía las montañas y resquebrajaba las rocas.”
Podemos imaginar la escena, ¡qué miedo ver que un ventarrón desgaja los cerros y quiebra las piedras! Era como para que Elías hubiera pensado: ‘Si salgo de la cueva muero descalabrado, mejor me quedo aquí’, y se hubiera perdido su encuentro con Dios.
“Pero el Señor no estaba en el viento”.
Así que Elías siguió esperando al Señor.
Dice el texto que se “produjo después un terremoto”
Podemos visualizar a Elías, tambaléandose espantado, viendo todo agitarse a su alrededor.
Era como para que hubiera salido corriendo, sin quedarse a su cita con Dios.
“Pero el Señor no estaba en el terremoto”.
Y Elías se quedó donde estaba, esperando al Señor.
Dice el texto que “entonces vino un fuego”.
¡Lo que faltaba! Elías debe haber contemplado aterrado cómo se acercaban las llamas, sentido su sofocante calor, aspirado el olor acre y penetrante de la humareda.
Era como para que se hubiera introducido más en esa cueva, buscando una salida del otro lado, renunciando a su encuentro con Dios.
“Pero el Señor no estaba en el fuego”.
Y Elías siguió esperando al Señor.
Dice el autor bíblico que “después del fuego se escuchó el murmullo de una brisa suave. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la cueva”
Hasta allí llega el texto que se proclama en Misa, pero si leemos en nuestra Biblia la continuación, nos enteramos de que fue en la brisa suave que Dios se le manifestó a Elías.
Suena muy bonito, pero debo confesar que a mí este modo del Señor de venir con tanta delicadeza, me da más miedo que si viniera aparatosamente, porque un huracán, un terremoto o un incendio nunca pasan desapercibidos, y nos obligan a reaccionar, a cambiar, pero de una brisa suave podemos no percatarnos, y corremos el riesgo de quedarnos como estamos.
Si Dios nos enviara al alma un ventarrón, tal vez se nos sacudiría el polvo de la flojera, de la indiferencia; un terremoto derrumbaría nuestra soberbia, nuestro resentimiento, las barreras que levantamos para separarnos de los otros; un fuego, derretiría nuestra frialdad y acrisolaría nuestras buenas intenciones.
¿Por qué entonces nos envía una brisa suave?
Porque no quiere avasallarnos sino seducirnos.
Por eso pudiendo usar la fuerza para tenernos bajo control, eligió no hacerlo.
Y así, cuando empleó el viento, fue para aletear sobre las aguas y ordenar el caos, en la creación del mundo (ver Gn 1,2), para comunicarle a Sus apóstoles la gracia de perdonar pecados (ver Jn 20,22-23); para exhalar Su último aliento, muriendo por nosotros en la cruz (ver Jn 19,30), y para enviar a Sus Apóstoles al Espíritu Santo (ver Hch 2, 1-4).
El terremoto en el que participó fue el que produjo la tierra, impactada de verlo morir para salvarnos (ver Mt 27, 50-54).
Y solamente trajo el fuego que sigue ardiendo en Su Sagrado Corazón, en espera de incendiar, enamorado, el nuestro. (ver Lc 12,49).
No, el Señor no vino a amedrentarnos ni quiere que corramos a escondernos de Él.
No quiere someternos por temor.
Vino a salvarnos por amor, y por amor quiere que le respondamos.
Así que no esperes que a tu vida llegue algo como un huracán, un terremoto o un incendio para acercarte a Dios.
Préstale atención... shhh, calla... ¿escuchaste?....¿sentiste ese murmullo?
Sal de la cueva. El Señor ya está al lado tuyo.